La socialdemocracia europea ha pasado por un periodo de aggiornamento desde hace treinta años, cuando la derecha liberal conquistó al mundo con la desregulación. Al ver cómo las masas iban detrás de Reagan y Thatcher, tuvieron que replantearse su oferta, inclinarse económicamente a la derecha, al ver que sus planteamientos eran mucho más capaces de crear enpleo.
El primero (o segundo, si se cuenta al pionero Felipe González) en hacerlo con éxito fue Bill Clinton, un nuevo Moisés que llevó a los demócratas a través del desierto, gobernando lo que se ha llamado la "Great Moderation", una década de constante crecimiento sin inflación. El segundo fue Tony Blair. Ello parecía confirmar la Nueva Economía: no se necesitan estímulos fiscales para estabilizar la economía; si acaso basta un poquito de buen manejo de la política monetaria, para estabilizar la inflación y que el paro no aumente mucho en las recesiones. Greenspan, desde la FED, conducía con rotundo éxito aparente la aplicación de la nueva doctrina: los mercados funcionan, no hace falta que le gobierno se inmiscuya.
Lo malo es que, por debajo, lo que hacía crecer la economía sin inflación era la burbuja financiera, no reflejada en los precios, pero que estaba acumulando deudas astronómicas. No se quiso mirar a esas deudas, que al fin y al cabo, se decía, eran consecuencia del mercado libre, que sabía leer con perspicacia el futuro: si eran deudas privadas, eran por definición solventes.
Pero esas deudas eran la respuesta de los trabajadores medios a las nuevas condiciones precariedad y bajos salarios, una cosa que iba dentro de todo el paquete ideológico de la Nueva Economía: mercados laborales flexibles hacían crecer el empleo sin amenazas inflacionistas. El resultado para los trabajadores debía ser una menor permanencia en el puesto de trabajo, aunque no tenía por que bajar el salario real si la productividad crecía con la producción. De ahí las prisas por hacerse con un piso que tenía financiación asequible a 30 años. Esto fue alentado desde el poder a modo de contentar a los trabajadores. Los trabajadores ya no ahorraban, se endeudaban pensando que era mejor así: se hacían propietarios de algo que "jamás bajaría de precio".
En otras palabras, se estaba preparando un "momento Minsky": la economía es tanto más frágil cuanto más tiempo lleva aparentemente estable. La crisis pilló a todo el mundo (sí, me incluyo), soñando en un mundo cada vez más perfecto, glorificándose todos de que en más de 0 años no se hubiera registrado ni una recesión. Más dura fue la caída.
Bien, pues los partidos socialdemócratas del mundo hiciesen un largo viaje desde el sueño sindical, de trabajadores protegidos de la cuna a la tumba por la seguridad social, y un trabajo estable para toda la vida. Compraron el paquete entero, la globalización, la precariedad, y para más INRI los europeos se tragaron el euro y el austerismo, lo que ya rallaba en la locura. Así, un buen día la derecha y la izquierda europea defendían prácticamente la misma política económica. Para ello, la izquierda hubo de desembarazarse de los sindicatos -anacrónicos y anclados en el marxismo del siglo XIX, Por otra parte-.
La caída del muro de Berlín en 1989 fue al aldabonazo y el acicate para borrar huellas y arrimarse a la Nueva Economía. Lo malo es que esta economía exigía que todos los mercados fueran libres. El euro suponía cerrar el mercado de divisas que, imperfecto como es, al menos amortiguaba los choque económicos, castigando además al país con superávit a revaluarse. Cerrar ese mercado sin abrir un mecanismo de compensación para las contracciones era castigar a la clase trabajadora a quedarse sin empleo y admitir salarios muy bajos. Es difícil de explicar cómo los economistas de izquierdas aceptaron pasivamente el euro, sin exigir nada a cambio.
En suma, la aocialdemocracia europea se quedó sin recursos ni ideas que ofrecer. Vendían Europa, pero Europa tenía cada vez menos prestigio, salvo para el votante de derechas, que aprecia que sus rentas estén protegidas contra la inflación. Y si el sistema produce deflación, pues mejor, aunque también traiga más paro.
Por eso Europa está gobernada por los acredores, encantados con la deflación, que revaloriza sus activos, mientras la izquierda tiene que aliarse con la derecha para seguir un lugar al sol, pues su merienda se la están robándo los nuevos partidos. El PSOE, desde la crisis, no ha vendido más que ideología sin sentido, solo interesante para su vieja guardia de hijos de la burguesía que quieren ganar la guerra: alimenro para pececines de colores que no crea empleo, pero sí destruye clase media. El colmo del colmo es haber aceptado la inmigración masiva, que es tóxica para los escasos puestos de trabajo que hay. Venía también con el paquete europeo. El paradigma de esta caída es el partido laborista, con un Corbyn que ha apoyado con reticencia el Remain, lo que le ha enajenado ya del todo a los pobres trabajadores, que se han ido al populismo de Nigel Farage, y han votado al Brexit cercanas no medio de prot ver sus empleos, como nos cuenta Paul Embery, un laborista inglés.
Así que no es de extrañar que la socialdemocracia pierda clientela. También la perderá la derecha, no se preocupen, por la toxicidad galopante del Europeismo.
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