"How can I know what I think until I read what I write?" – Henry James


There are a few lone voices willing to utter heresy. I am an avid follower of Ilusion Monetaria, a blog by ex-Bank of Spain economist (and monetarist) Miguel Navascues here.
Dr Navascues calls a spade a spade. He exhorts Spain to break free of EMU oppression immediately. (Ambrose Evans-Pritchard)

jueves, 30 de agosto de 2018

Fútbol

Yo empecé a ser feliz cuando a los nueve años me sacaron del siniestro liceo francés y me llevaron a un colegio español, de curas, para más señas. Allí lo que aprendí fue a pelearme con los pies por un amasijo de trapos que era lo que los cura llamaban pomposamente “el balón”. Como no tenía aire, no podía coger vuelo. Difícil rematar de cabeza alquel engendro. ¿Pero no decía Di Stefano “el balón, al pasto”? Metafóricamente, porque pasto no había. Había cemento, lo que era menos malo que la tierra. 
Había chicos con posibles que tenían un balón, posiblemente de los reyes magos. Los que tenían un balón de verdad eran los amos. Decidían quién jugaba, cuanto y sin porqués ni más explicaciones. Se perdía una gran cantidad de recreo en aclarar cómo se dividían los equipos según el criterio del dueño del balón. Una vez los reyes me trajeron un  balón, que se hinchaba y todo, y entonces fui el rey. Si no del patio, de una pequeña tribu. Hay que reconocer que había un gran sentido de la propiedad, y nadie se atrevía a discutir de quién era el balón. Éste, el dueño, cortaba el partido cuando no le gustaba cómo iban las cosas.
El balón y su propietario inclinaban el mini-partido a su favor. Elegía  el mejor equipo, y para el otro bando era un reto ganarle. Esta vez el balón sí se elevaba del suelo, había remates de cabeza, e incluso a veces salía volando irremediablemente por encima de la valla, a la calle. Eran momentos de desasosiego, no sólo para el dueño. No quedaban muchos minutos, para desempatar un partido que luego se seguía jugando en clase en la cabeza de nosotros, los chavales, mientras el profesor creía que le prestábamos atención. Sí, el partido seguía, y circulaban notas apasionadas por debajo de las mesas  que trataban de cerrar el asunto de quién había ganado. Algo imposible de saber, cuando no había cronometraje, ni límite. A veces se metía el último gol cuando el cura, furioso, tacaba el pito por enesmima vez para volver a clase. Gooollll! No vale, no vale, el cura Felipe ya ha pitado, goool! Repetían los otros sin oír más argumentos... mientras el cura repartía hostias y collejas a diestro y siniestro, sin atinar mucho. 
En clase había un olor a sudor de potro salvaje que nosotros no apreciábamos. Jugábamos hasta con abrigo. 
Eso lo que más se parecía al deporte. Además, todas las clases en el mismo recreo, con lo cual se jugaban tantos partidos como clases, todos mezclados pero cada uno persiguiendo su balón. No había errores... de intenciones, porque a veces había goles de uno de otro equipo, de otra clase, e interminables discusiones, pero se solía acordar que no valía. No había eso que hoy se llama VAR, pero como si lo hubiera. Los debates más acalorados eran los penaltis. Los más indiscutibles eran por manos, y entonces venían las broncas entre los del mismo equipo contra el que había cometido el error. ¡Que quieres que hiciera, si tú no paras un carajo! ¡Pues ponte tú de portero, listo!
El puesto de portero no era nada cotizado. 
En fin, una gran enseñanza de “orden espontáneo” ese trajín de balones y niños corriendo tras el suyo, sin un orden previo establecido. 
Era apasionante, pero corto. Una subida de adrenalina de media hora como mucho, cuando no venía un cura y secuestraba el balón porque algo no le había gustado. Una pelea, un balón que se colaba en el interior del colegio y rompía algo, una ventana rota, etc. Había que esperar la salida y el corto espacio antes de comer, o irnos a casa, para desenredar el desenlace, que seguía empecinadamente en nuestras cabezas. No sé cómo podíamos hacer los deberes.
Ahora no. Ahora los chicos tienen uniformes y reglas, árbitros, convocatorias, a las que los padres han de acudir mal que les pese, a tragarse un partido de sus cachorros. Yo eso lo he sufrido como padre; el mío nunca tuvo que ir a verme jugar. Ahora los padres son pobres esclavos de las actividades extra escolares de sus hijos, lo que se traduce en que, además de hacer los deberes, tienen que participar en actividades varias que van de hacer teatro (ellos, lo padres) a ir a reuniones interminables y soporíferas, aparte de las que son vis a vis con el tutor, además de trabajar todos los días 10 o 12 horas. Se han invertido los papeles. Ahora los padres son los hijos de sus hijos, que tienen un látigo invisible que hace bailar a los padres al son de lo que se lleva. No recuerdo a mis padres ir a reuniones.
Demasiado, creo. Yo quería a mi padre, aunque le veía muy poco, porque trabajaba mucho para pagar ese circo. Sin él, yo lo sabía, no habría colegio ni fútbol. Ah, y me llevaba a ver al Real Madrid. 

1 comentario:

Enrique dijo...

¡Qué buena historia! ¡Oro! Me ha encantado y como padre me aplico lo de cuidarme de esa moda americana y posmoderna de ser hijo de los hijos.
Lo que me ha sorprendido es lo del Liceo francés creía que era un sitio progre, duro en la educación pero muy modernete y libertino.