Esto lo dijo el poeta hace como 100 años, y nosotros seguimos dándonos estacazos como en el cuadro De Goya, con las piernas enterradas para no tener salida.
“El carácter es el destino”, decía Schopenhauer, y nuca lo olvido, pero no solo pensando en las personas, sino en los pueblos. Sí, hay destino, y cada ciertos siglos, nos volvemos a encontrar con el nuestro. Con nuestras malas decisiones debidas al carácter. No es casual que España haya gozado de cortos periodos de paz y progreso. Los dos últimos, la Restauración (1876-1923) y la Transición (1975-202?), esta última a punto de ser cerrada de mala o muy mala manera. Entre medias, un rasgo genial del carácter de España es el carlismo, que provocó más de tres guerra sangrientas en el XIX y hoy se han hecho carne en los partidos independentistas, sus herederos, la principal causa de decadencia de hoy que los partidos nacionales no han sabido, o querido, estrangular.
La gente no se da cuenta, embebida en el fútbol y los conciertos, pero ahora mismo somos una nación dividida en indefensa, como lo fue en 1808, cuando el rey entregó a Napoleón las llaves del reino y el pueblo tuvo que levantarse en armas (estacas y navajas) para frenar al invasor. Es la última guerra que, dicen, peleó España frente a un ejército extranjero. Poco antes, en Trafagar, aliados a Francia, sufrimos derrota ante los ingleses. ¿Qué hacíamos en Trafalgar aliados a la Francia napoleónica?
Una corona corrupta, un valido corrupto, el fin del régimen absolutista. El heredero, un cabronazo, estuvo exiliado en Francia enviando mensajes de amor filial a Napoleón. Pues pasó a ser llamado “El Deseado”, pues el pueblo luchaba en su nombre. En 1812, acabada la guerra y expulsado Napoleón (en buena parte gracias a la intervención de Wellington, digan lo que digan sobre la guerrilla española, pero incapaz de montar un ejército que efectivamente venciera al de Napoleón), vino El Deseado Fernando VII, inmediatamente amado por el pueblo, que por eso anuló en cuanto pudo la Constitución de 1812, sin duda meritoria, pero escasamente representativa más allá de unos ilustrados que la elaboraron y que nadie leyó salvo lo soñadores.
Ahora también nos refinos por una Constitución fallida y llena de trampas.
Y esta triste urdimbre es el callado, resistente, duro e imperfecto carácter y destino del pueblo español: encontrarse cada cien años con un déspota que destroza todo y nos obliga a volver a empezar el entramado que luego no sale bien.
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