Somos fingidores. Fingimos que vivimos, cuando no somos más que abúlicos espectadores de lo que nos esforzamos en ver y, a veces, aplaudir con desgana, no vaya a ser que suene el estridente pitido autoritario.
La Libertad es que te dejen ser tu mismo en tu interior. De ahí hacia fuera no ha de esperarse nada salvífico. Son formas que pretenden engatusarte. Por suerte, muchas son repugnantes, especialmente las que más se esfuerzan en seducirte. Hay que saludarlas con encomio para que te dejen no paz.
“Envidio al mendigo de la esquina por ser quien es y no ser yo”.
De ahí que la libertad pagana fuera más natural: no tenías que creer en la Santísima Trinidad. Bastaba con que hicieras libaciones a los dioses para que no se inmiscuyeran en tu vida. Las libaciones eran gratas, a los hombres y a los dioses. Eso sí, que el destino no te encontrara en su camino cruzado de otros destinos, pues sin saberlo, podías encontrarte con un dios furibundo, Poseidón, por ejemplo, levantando tempestades para hacer naufragar la nave de Odiseo. Eso podía anegarse la playa en la que tú estabas celebrando, quizás, una libación decorosa a Poseidón.
No había libro de reclamaciones.
Cuando el sol brillaba, no había viento y el mar estaba en calma, nunca debías de olvidar que todo es transitorio y que el destino acecha silencioso en cualquier nubecilla apacible. Esos hombre eran sabios, pese a tener escasa ciencia. Su religión y lo hechos estaban en armonía, se complementaban con pasmosa naturalidad.
La misma naturalidad con que hacía versos Pessoa, dicho por el mismo. Si el pensamiento es grande, el azar y sus leyes van desgranando el verso; las palabras y el ritmo van fluyendo por sí mismo.
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