Somo un país que ha mostrado varias veces que le gusta jugar a la ruleta rusa, pero creyendo bobamente que no hay bala en la recámara. Hasta ahora no se ha matado nadie, pero las chances de salir vivos se van reduciendo.
Y a día de hoy creo que estamos en los momentos decisivos en que la bala destructiva, hasta ahora no inerte, va a dispararse contra lo que se da por llamar el pueblo español, en el que por cierto, he dejado de creer.
Como decían Fernando Savater, “la culpa es nuestra, de nadie más, por haber nacido en este país”. ¿A quién se le ocurre?
Debería existir un servicio público que llevara nacer a los bebés a un país medianamente sensato. Es una utopía, claro. Ningún país aceptaría ciudadanos en esas condiciones. Además, se supone que todos estamos orgullosos del país al que pertenecemos.
Pues yo no, francamente. No me he llevado mal con este país, pero tampoco bien del todo. Y hoy me llevo muy mal, pues los que se encargan de la cosa pública son unos gañanes, paletos, incultos hasta decir basta, que muestran una superioridad tan arrogante como inmerecida. Hace años, cuando empezó la Transición, yo empecé a participar en política, cosa que había tenido hasta entonces alejada de mí. Me ilusionaba participar en traer la Democracia, creyendo ingenuamente que sería una conquista para el “pueblo”.
Poco no tardé en desengañarme: en cuanto vi lo que era un partido por dentro. Pasado el tiempo, dejé de votar. Creía que mientras hubiera una alternancia, un acuerdo tácito en los más básico, y se creciera económicamente, yo no tenía de qué preocuparme y podía olvidar ese mundo loco de ambiciosos sin escrúpulos. Pero empezaron los problemas.
Primero, en 1985 se acabó con la independencia del Poder Judicial, que pasó a depender del Congreso, es decir, de la solidez cúpulas de lo sabe partidos. Desde entonces, la renovación de la judicatura ha sido de todo menos normal.
Luego despertaron los independentistas. Sus objetivos de independencia destruirán sin remedio la Constitución y todas las instituciones que se habían ido creando para reforzar la democracia. Luego, al rebufo de ello, surgió él problema soterrado, no menos grave, de la descentralización del poder hacían 17 reinos de taifas que han dan signos de haber superado con creces su límite de incompetencia.
En pocas palabras, todo lo logrado en la Transición, que había suscitado la admiración del mundo, y que nos había permitido pasar de la dictadura a la democracia, está hoy al borde del abismo.
Hay que reconocer que no somos únicos en el mundo occidental. En todas partes hay movimientos corrosivos de desprecio por la democracia y atracción de nuevas ideas que no son realmente nuevas, y que en el pasado hicieron muchas daño, hasta el punto de abocar a una guerra mundial.
El mundo cambia, cambian las generaciones, los valores reforzadores de la democracia estable caen al suelo, surgen otros más atractivos a las nuevas generaciones, pero con una carga de disolvente social no percibida por la mayoría.
Cada país ha evolucionado a su manera hacia el vacío moral, y pronto material. Pero no hay excusa. No son los demás, somos todos. Son ciclos históricos que casi nadie percibe, pero que dejan oquedades profundas.
No importa, no falta mucho para que acabe tocando fondo lo que conocemos por la Civilización Occidental, hoy bajo sospecha. Seguro que más de un memo lo va a celebrar.
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