"How can I know what I think until I read what I write?" – Henry James


There are a few lone voices willing to utter heresy. I am an avid follower of Ilusion Monetaria, a blog by ex-Bank of Spain economist (and monetarist) Miguel Navascues here.
Dr Navascues calls a spade a spade. He exhorts Spain to break free of EMU oppression immediately. (Ambrose Evans-Pritchard)

jueves, 1 de marzo de 2018

Una gran prosa

De Josep Pla, no me resisto a poner esta selección de sus Diarios. (A quien no le guste que se joda).

De junio de 1976. Segundo viaje al Rosellón con mi amigo Mercader de Figueras. En su coche. Emprendemos la marcha a las once de la mañana. Muy caluroso. Insoportable. Pasamos la frontera de La Jonquera con la mayor facilidad. Antes de llegar a L’Enclusa —delante, mirando al norte—, conocida como El Suro dels Trabucaires87 (en el Rosellón, al corcho lo llaman siuro), nos desviamos a la izquierda del establecimiento sobre la carretera de Maurellàs y Ceret. Esta carretera atraviesa en esta época un auténtico paraíso terrenal: las viñas, los huertos y las hortalizas, los árboles frutales, las lechugas, las cosechas tempraneras, son una auténtica maravilla. La carretera es fresca y sombreada: las OP de este país han respetado todos los árboles. En nuestro país todo lo arreglan destruyendo; en Francia, conservando todo lo conservable. Durante el último viaje a esta zona, tuve ocasión de convencerme, una vez más, de que el Rosellón es un país mucho más tradicional que el mío —lo cual, solo de pensarlo, hace que se me caiga el alma a los pies—. El Rosellón es un país que aún está lleno de payeses, que cultivan la tierra de un modo admirable. En nuestras comarcas, dentro de poco, no va a quedar ninguno. Claro: el Rosellón posee un sistema de riqueza prodigiosa que proviene de las aguas que bajan de las montañas del Canigó, que florecen durante todo el verano, primavera y otoño. No existe ningún rodal de la Cataluña histórica que disponga de esta proyección de riqueza. Para nosotros, que vivimos en el norte de las tierras gerundenses, el Canigó es la llave de nuestro clima. Para el Rosellón, el Canigó no solo es la llave de su clima, sino el fundamento de su riqueza extremadamente consolidada y positiva. Los tres ríos del Rosellón: el Tec, la Tet y el Agli, que mosén Verdaguer, gran conocedor del Rosellón, comparó con las tres cuerdas de un instrumento de música. ¡Qué prodigio! La tradición, la riqueza, los payeses, ¡esto es un país! 
Pasamos Maurellàs, pueblecito agrario, muy agradable y limpio. Cuando pienso en los viejísimos pueblos del Ampurdán, tan abandonados, tan mal administrados, tan dejados de la mano de Dios, se me cae la cara de vergüenza. De Maurellàs vamos a Ceret: la carretera sigue siendo fresca y admirable: el pequeño paraíso terrenal prosigue. ¿Y si este paraíso tan pequeño fuera el grande? Quiero decir, todo lo que nos permite nuestra oscura inteligencia. «Quién sabe si todavía podremos comer dos o tres cerezas de Ceret», le digo al señor Mercader. «Podremos dar gracias... —me contesta—. Mire los cerezos del margen de la carretera y lo comprobará.» En efecto: ya quedan pocas. ¡Las cerezas de Ceret! ¡Qué delicia, Dios mío! Las cerezas de Ceret —las mejores de Francia—son ligeramente más gruesas que las nuestras, son algo más oscuras, pero tienen la fuerza de la piel y la carne, exquisita, de su interior. En esas llegamos a las afueras de Ceret. La población ha crecido mucho y muy bien. No hay ninguna casa con muchos pisos —la desgracia de la miseria de nuestro país. 
Claro que en este tema del crecimiento todo es muy relativo. Cuando decimos que Barcelona ha crecido ya podemos abrir el paraguas porque el pedrisco se nos viene encima, y crecer en estas monstruosidades urbanísticas significa hablar de cientos de miles de personas más. La pura locura. El crecimiento de Ceret, naturalmente, es más razonable. Las estadísticas dicen que en 1836 Ceret tenía 3.302 habitantes, y en el censo de 1968 aparecen 5.437 vecinos. Este crecimiento pausado da tiempo a todo: a conservar intactas las viejas calles y las plazas adorables, a mantener activos los árboles frutales y los ruiseñores, y a levantar con sensatez y mesura unas nuevas edificaciones muy bien vigiladas e incluso una pizca de la obligada industrialización. ¡Adorable Ceret! Tiene la coquetería de ser el primer productor pirenaico de cerezas con unas mil quinientas toneladas, y presenta una notable cosecha de vino, con una cooperativa de los pueblos de alrededor, que hacen el acreditado vino dulce de Sant Ferriol. 
Diríase que en Ceret se ha desarrollado el veraneo, tanto de Francia como de España —la línea de la frontera por Maçanet de Cabrenys está a un paso—. Debe de haber guías y todo, cicerones charlatanes que cuentan la historia vivida por Ceret. ¡Figúrense! La firma del Tratado de los Pirineos. En 1660 se reunían aquí los comisarios encargados de fijar la nueva frontera franco-española. Todo el Rosellón perdido por Cataluña, una de las jugadas más siniestras de la siniestra historia del Imperio español. Nos tomaron el pelo. ¿Es así como lo cuenta, bajo la fuente de los nueve chorros, el cicerone que da pan a las ocas turísticas? Hace más de cincuenta años que llegué a Ceret por primera vez, y recuerdo que andaba por la carretera solitaria con la maleta en la mano y me paraba de vez en cuando a escuchar el canto de un ruiseñor. ¡Qué entrada más buena! Fuimos al café a tomar un aperitivo para que el señor Mercader conociera el establecimiento en el que tantas horas pasaron Manolo Hugué, la Totote, el maire de la población, Aribau (la pronunciación era Aribó), Picasso, Sunyer, Derain y todo aquel grupo de artistas de París que durante la guerra del 14-18 se fueron a Ceret y convirtieron en famosa a la población. De todo aquel grupo de energúmenos hambrientos, quien mejor comía y quien vivía rodeado de envidias era el maire Aribó, que padecía de gota y en el café ponía siempre una pierna encima de otra silla. En Ceret hay una subprefectura que aún permanece en pie; en los años de aquella guerra —y siempre—el subprefecto sabía lo que pensaban y lo que decían los artistas: eran pacifistas, antimilitaristas, socialistas, comunistas. Gracias a Monsieur Aribó, el subprefecto se olvidó de aquellos personajes, que siguieron despotricando como de costumbre. Monsieur Aribó fue un radicalsocialista y un gran buen hombre. Manolo me había dicho muchas veces que a Monsieur Aribó, lo que decían aquellos artistas, todos premillonarios, le entraba por un oído y le salía por el otro —cuando le decían algo, se entiende. Al fondo del café veo a tres o cuatro personas mayores que todavía toman el aperitivo y tienen la amabilidad de dejarse interrogar. Todos se acuerdan de Manolo y la Totote —que son los únicos de aquella tropa que han dejado un vivo recuerdo en Ceret—. Eran realmente drôles, ¿comprende usted? ¡Pues claro que lo comprendo...! Luego pregunto: ¿dónde se puede comer algo en Ceret? Como no sea en casas particulares, no hay ningún sitio. De todas formas, habrá que comer... Vamos a Amélie o a Les Mes... El poeta Brasés, ¿está vivo o está muerto? Está vivo, pero ya no hace de barbero. Está jubilado. Ahora es el hijo quien hace de barbero... El escultor Vives, ¿está vivo o está muerto? Está muerto. Aribó debió de morirse hace muchos años... Sí, muchos años. Haviland, de Limoges, ¿está vivo o está muerto? Está muerto, se murió de miseria. Había sido muy rico; se murió más pobre que las ratas. ¿Y el pintor Brune, que hizo el museo? Se murió hace años. Y ustedes, ¿qué tal van? ¡Cómo quiere que vayamos, pardieu! Muy bien. Estamos jubilados. ¡Todo lo paga el Estado! ¡Es la cucaña! ¡Ya puede ir soplando la tramontana y nevando en el Canigú! De todas maneras, ya veremos los años que dura... 
El señor Mercader considera que tenemos que ir a Amélie porque me quiere enseñar Palaldà, que yo no conozco. Amélie-les-Bains —dicen que las aguas son excelentes—es una ciudad magnífica. Ceret es mayor y más bonito. Amélie es más moderno. Hay algunos buenos hoteles, el Casino, el río que atraviesa la población, toda la parte modernísima. Una casa de arquitectura actual, de catálogo, extrañísima. «No comeremos en Amélie —le digo al señor Mercader—. Es demasiado lujoso, demasiado caro. No son mis precios.» Vamos a Palaldà, que está encima de Amélie, hacia el sur. Población curiosísima. Vieja pero muy bien conservada. Calles estrechísimas. Los nombres de las calles escritos en catalán —no de ahora, sino de hace muchos años—. Una iglesia muy vieja, con una torre, probablemente románica, restaurada equivocadamente, a mi parecer. La gente, amabilísima. ¡Qué pueblecito para quedarse en él, para vivir allí tranquilamente! Visto Palaldà, atravesamos de nuevo Amélie-les-Bains y Ceret y llegamos de este modo a Maurellàs. En esta población cogemos el camino de Les Illes. La carretera departamental es estrecha, admirablemente asfaltada, muy bien señalizada para transitar por ella por la noche, con unas curvas tan bien trazadas que no causan la menor molestia. De Maurellàs a Les Illes hay doce kilómetros. Nos hallamos ante una jungla vegetal prodigiosa, frondosísima. Es el bosque más espeso que he visto en el Pirineo de este país. Al principio es un bosque de encinas. Después, hasta la frontera española, es un extensísimo bosque de castaños. La soledad es total. Nada de tráfico. No se ve casa alguna en ninguna parte. Perdón: hay una gran casa, llamada el mas Blanca, que, si no ando equivocado, sirve para alojar subnormales. Nada más. Cuando la curva de la carretera pasa sobre una arroyada, la temperatura, filtrada por una vegetación adecuada, es una delicia. Vamos subiendo hasta casi seiscientos metros. Como todos los grandes bosques, el espectáculo es algo monótono y en este momento verdísimo, pero tanto la dignidad de las encinas, primero, como la calidad de los castaños, más adelante, forman un espacio magnífico. En un momento dado, sobre la divisoria, aparece un espacio pelado y abrupto. «¡ Debe de ser España!», dice el señor Mercader. En efecto. La frontera pasa por la divisoria. Llegamos a Les Illes. De Les Illes a La Vajol, que es el pueblo más próximo a la frontera, no hay mucha distancia, y el trayecto se hace en parte por carretera y en parte a pie. En Les Illes, en verano, habrá unos cincuenta habitantes, pero la localidad tiene dos hoteles. Nos acercamos al Hotel dels Trabucaires y pedimos de comer. La gente es amabilísima. Pasamos al comedor, que, para mi gusto, es un poco demasiado folclórico y abigarrado. En el comedor hay siete personas, que están comiendo. Comemos primero una lechuga fresquísima, con pimiento verde y tomate; después, unas truchas de río, con almendras, que tienen el defecto de haber estado en la nevera un día más de la cuenta; y finalmente un gigot d’agneau insuperable y un flan de la casa sin rival posible. Cuando ven que somos del otro lado, aparece uno de los recuerdos más vivos de la gente del hostal: el recuerdo del doctor Dalmau de Girona, que pasó allí buena parte de la guerra civil y ha dejado de su estancia una atracción vivísima. Su hijo, el doctor Dalmau, es hoy, después de una vida muy navegada, médico de Palamós y gran amigo mío. La gente del hostal me dice que el doctor Dalmau de Girona, que era diputado de Esquerra, hablaba siempre con el párroco de Les Illes. ¡Lo que han cambiado las cosas! Ahora hay mucha más hipocresía. 
Después de comer, emprendemos la marcha hacia Perpiñán, por Ceret. Al señor Mercader le aguarda allí mucho trabajo. Tiene que comprar unos kilos de buey, quesos, unas botellas de whisky Johnnie Walker para su restaurante. Como el calor, a medida que vamos bajando, se va volviendo insoportable y bochornoso, le propongo que al llegar a Perpiñán lleve el coche a un garaje subterráneo, con la seguridad de que no voy a moverme de su interior. Es lo que hacemos. El señor Mercader emprende su negocio y yo me quedo en el garaje subterráneo, si no fresco, pasablemente fresco, y sin gente. Cuando vuelve, vamos a cargar lo que ha comprado y emprendemos la marcha hacia La Jonquera y Figueras. Contrariamente a lo que ocurre la mayoría de los días de la vida, que uno los pasa adormilado, el de hoy ha sido vivísimo.

Joder...

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