Se quedó reflexionando un momento y contestó: “no hay adultos”.
Es una evidencia empírica que podemos deducir de nuestro propio caletre, si no fuera que es un poco desagradable. Somos sumisos a la ley de que el individuo nace, se cría, tiene una infancia, una época tumultuosa llamada adolescencia, y a partir de los 20, un adulto responsable.
Todo esto es una falsedad dirigida a hacerte creer que a los 18 años tienes el juicio necesario para votar. De ahí nacen muchos desastres sociales de una sociedad como ésta. Nos hace inconscientes de nuestra debilidad básica, que es las limitaciones intrínsecas de nuestro sistema cognitivo. Sistema que no sólo tiene limitaciones de naturaleza, sino que está además adobado con unas ideas adquiridas de esta sociedad que nos fomenta el infantilismo.
Podríamos decir, entonces, que bastaría con elevar de nuevo la edad mínima con derecho al voto. Esto es imposible cuando hay presiones para reducirla a 16 años - y no se crean que ahí se pararía la historia-. Además, no sería desde luego un empeoramiento, pero sería insuficiente.
El ser humano, decía Camus, “es la única criatura que está descontenta con ser lo que es”. No está contento porque aspira siempre a un mundo mejor, que para unos sería la vida después de la muerte, para otros la llegada a la Tierra de nuestro paraíso de la infancia, de una u otra forma, sea el buen salvaje de Rousseau -al que la civilización ha corrompido con el derecho de propiedad; o el sueño que don Quijote le cuenta a los cabreros, bellísimo, ilusionador, pero falso.
“Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían.”
Si el gran Cervantes pone en boca de Quijote tan bellas como locas palabras es porque su personaje está loco, enloquecido, como sabemos, por la lectura de libros de caballerías tan felices como insensatos. Sin embargo, Cervantes lo escribe con tan bellas palabras que nos invita a leerlo varias veces y, casi, convencernos que realmente ha existido esa edad de oro en la que “a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían.” Para empezar, las encinas dan bellotas, y queda un poco demasiado poético hacernos pensar que son dulces y sazonados.
Nunca ha existido una época de feliz abundancia porque la naturaleza humana no es así. El ser humano quiere cosas, como comer, dormir, jugar, para ahora y mañana, para sus hijos y los descendientes. Tiene una noción del futuro que no puede obviar, y un instinto paterno que le hace pensar en sus hijos. Cuando caza, pesca y labura no tiene más remedio de colectar lo máximo posible, y si tiene suerte y le sobra, guardarlo con las artes que existan para no tener que cazar mañana. El hombre es un ser previsor; el animal más previsor. Como tiene inteligencia superior a los demás, no tiene más remedio que hacer conjeturas, establecer prioridades… los pueblos que más avanzan el conocimiento y despliegan más artes son los que más prosperan. Pero claro, eso no da la felicidad, lo que es frustrante porque cuanto mejor vivimos más felicidad queremos.
Y de ahí nace la enorme frustración que sentimos ante la abundancia. La abundancia produce aburrimiento. El hombre ha creado miles de puntos de fuga para creer en la inmortalidad, de la que se espera que incluso acabe con el aburrimiento. Sin embargo, algunas de las ofertas hacen sospechar que habrá algo de aburrimiento, por el ingrediente de eternidad. La eternidad da que pensar, sobre todo si te das cuenta que la eternidad no puede ofrecer diversión. La diversión es un escape de la Eternidad, al menos para nuestra limitada mente. Unamuno (quizás el cristiano perfecto, pies era el cristiano con dudas) decía que él quería la vida eterna, esencia para él del Cristianismo; lo deseaba con todas sus fuerzas, pero por favor, que hubiera cambios y paso del tiempo; para él la eternidad sin cambios era muy aburridaº.
Ernst Jünger estaba fascinado también por el más allá. Pero de sus cuitas sacaba consuelo, pues para él “el sentido de la vida es adquirir una idea de lo que es la vida”.
No hay encaje perfecto. Del misticismo a la fría lógica de Descartes, hay un largo trecho.
Por volver al abate Pierre, efecto, nunca maduramos, y a veces, si no rechazamos nuestras obligaciones, nos sienta bien.
(0) Del sentimiento trágico de la vida.
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