En Economía tenemos dos focos desde los que estudiarla. Uno es el foco centrado en los individuos, y el otro es el que enfoca al resultado conjunto de todo lo que hacen esos individuos económicamente. Lo primero es el enfoque microeconómico, lo segundo el macroeconómico. Una escuela, que vamos a llamar clásica o liberal, pretende que lo segundo no es más que la suma de las decisiones eficientes de los individuos. Los individuos toman unas decisiones de consumo e inversión presentes y futuras, y también financieras - porque cuando está presente el futuro, entra en juego el entra en juego lo financiero-. Esta escuela supone que los individuos son racionales, tienen expectativas de futuro racionales, generalmente no se equivocan y si lo hacen es de poca monta en el conjunto, y por lo tanto los planes individuales se coordinan perfectamente. Si el Estado intenta interferir en esa coordinación, fuera de los servicios básicos del Estado, estropea el mecanismo autónomo y lo distorsiona, provocando problemas como paro e inflación.
La Segunda escuela, que vamos a llamar keynesiana, no admite que la coordinación del conjunto de los individuos sea espontánea y perfecta, que esto se llama el “error de composición”, que viene a decir que es imposible que los individuos, siguiendo su propio interés racionalmente, consigan un conjunto coordinado eficientemente. ¡Y tengan por seguro que un conjunto ineficiente hará ineficiente las decisiones individuales!
Si cada individuo se forma una idea del presente y del futuro no coincidente con la de los demás, habrá fricciones que lleven a errores acumulados, y éstos harán que la coordinación diste de ser perfecta: aunque el Estado no interfiera, habrá paro e inflación y otros problemas acumulados por decisiones erróneas desde el punto de vista conjunto.
Uno de los hechos básicos que se infieren en la primera escuela es que los individuos ahorrarán exactamente la cantidad necesaria para financiar la demanda de inversión de las empresas. Así, se producirá el milagro perfecto de que el Ahorro deseado será siempre igual a la Inversión deseada. Esto responde a la llamada Ley de Say (por el economista del XIX), que decía que “toda oferta crea su propia demanda”, pues una vez ha cobrado su dinero el oferente de un bien o servicio, lo gastará en consumo o lo ahorrará, lo que significa comprar un activo financiero recompensado por un tipo de interés. Este activo financiero automáticamente financiará una inversión. De ahí que Ahorro = Inversión.
Esta armonía está lejos de ser real si no es de casualidad. Como dijo Keynes, la gente decide cuánto ahorrar (no consumir) en prevención del futuro, y luego en qué tipo de activo depositará ese ahorro. Hay diversos tipos de activo, pero uno de ellos es el dinero, que no financia ninguna inversión. Si los ahorradores, por un súbito miedo a la incertidumbre del futuro porque las cosas se hayan enturbiado, decidan quedarse colocados en liquidez, el ahorro será menor que la inversión, subirá el tipo de interés, y los planes diseñados en el presente no saldrán en el futuro.
Esto Keynes lo llamaba exceso de demanda de liquidez, que el banco central intentará compensar mediante una inyección (compra de activos) de dinero, para satisfacer el súbito aumento de su demanda. Ello hará bajar los tipos de interés y poco a poco restituir la confianza de la gente.
Pero puede suceder que la gente no recupere la confianza, y que aunque el tipo de interés baje a cero, la gente retenga el dinero y no gaste el consumo e inversión. Esto haría caer los precios - deflación -, lo que a su vez tiene efectos perversos, pues incita expectativas de más caídas de precios y salarios, lo que infunde más pesimismo y refuerza la demanda de liquidez...lo que a su vez, etc.
Ahora no hay deflaciones tan intensas como cuando el patrón oro, porque la oferta de dinero es más elástica, pero por ejemplo, en la crisis del 29, la deflación llegó a ser más del 20%, lo que aumento la desconfianza de la gente hasta el pesimismo absoluto.
Un ejemplo de deflación permanente aunque no muy intensa la tenemos en Japón, que lleva desde los años noventa con unos precios de bienes, servicios y activos a la baja.
La deflación hace difícil que la gente se forme expectativas correctas de futuro. Eso hace que los precios y salarios no sean tan flexibles en su ajuste al óptimo, incluso que no lo alcance nunca, pues antes de llegar se ha vuelto a cambiar el entorno. Los asalariados son reacios a bajar su salario nominal para obtener más empleo - como recomienda la economía liberal - porque realmente no saben donde está la información veraz, no la encuentran. A su vez, los empresarios prefieren no bajar los precios o hacerlo gota a gota, porque realmente no saben qué hacen los demás empresarios y que va a pasar con su posición de mercado. Es más, bajar los precios un determinado tramo puede significar la quiebra y la junta de acreedores. O para el comprador de una casa con hipoteca, tener que cederla al banco. En España puede suponer más.
Si la economía fuera tan armónica como predican los clásicos o los liberales, los ciclos no existirían o serían al menos muy suaves. A veces son cortos, porque basta que el Banco Central baje los tipos de interés y aumente la oferta monetaria para que todo arranque de nuevo, pero otras veces, como en el 2008, no es suficiente.
En esta crisis hemos asistido a la crisis del euro, que ha demostrado que el BCE no tiene armamento suficiente para enfrentarse con un ciclo duro de verdad. A partir de 2012 se introdujeron algunas mejoras, pero insuficientes. El BCE no tiene la potencia de la FED USA. Además, ésta puede contar con el apoyo de su gobierno, que es más fácil que cuando hay 23 gobiernos y un sólo BCE. (Como decía Nico Rowe, “cuando se crea una moneda, o se crea una nación o se crea un problema”.)
Con todo esto no quiere decir que la flexibilidad y la autonomía de los agentes, la competencia, no sea necesaria para que a largo plazo obtengamos robustos crecimientos. A largo plazo hay muchos factores que son decisivos en la economía. La Educación, por ejemplo, que forma a los futuros trabajadores y les hace más productivos, lo que es esencial, vital, en obtener a largo plazo un bueno producto competitivo sin paro ni inflación. Así como otros servicios públicos, a los que el liberalismo les niega carta de naturaleza, pero que muchos países han demostrado que son eficientes.
Para terminar: tenemos dos enfoques, los dos son importantes, pero es falso que uno determina al otro. Es más, a veces la Macro, cuando se desequilibra, incide en las expectativas de la gente y las distorsiona. Eso hace que el corto plazo, en contra de lo que pregonan los clásicos o liberares, influye en el largo plazo, e impide que nuca se llega al óptimo de éste.
Éstos párrafos bastarían para catalogarme de keynesianakeynesiana, lo que es cierto, aunque huyo de etiquetas demasiado rígidas. También Keynes cometió errores, estaría bueno. Pero en esto de la “Falacia de La Composición”, soy keynesiano.