"How can I know what I think until I read what I write?" – Henry James


There are a few lone voices willing to utter heresy. I am an avid follower of Ilusion Monetaria, a blog by ex-Bank of Spain economist (and monetarist) Miguel Navascues here.
Dr Navascues calls a spade a spade. He exhorts Spain to break free of EMU oppression immediately. (Ambrose Evans-Pritchard)

viernes, 15 de agosto de 2014

Las desavenencias de Salmam Rushdie y John Le Carré

Como colofón la la serie que he venido ofreciendo sobre la condena a muerte de Salman Rushdie durante diez años (condena premiada con una bolsa de dinero caso de ejecutarse) les ofrezco las opiniones de John Le Carré y la réplica de Rushdie.

Ya sólo me queda comentar algo sobre el fondo del asunto, es decir, sobre si Salmam Rushdie tenía derecho A escribir "Versos Satánicos", y, caso de respuesta negativa (que es lo que dice Le Carré), los ayatolás y mulas tenían derecho, o la impunidad, de condenarle a muerte por sentirse blasfemados. Por que yo ve creo que esa es la esencia d la cuestión. ¿Hubo blasfemia? Según los ayatolás la hubo. Cualquiera puede sentirse herido por una ofensa a su religión. Supongamos que X miles de millones d musulmanes se sintieron heridos por un libro (que no leyeron, pues fue prohibido por sus mulás); ¿eso les daba el derecho a cumplir la Fatwa y matar a Salmam Rushdie por el método que fuera e ir a cobrar la recompensa? Según Le Carré, sí.

Aquí hemos asistido a ofensas recurrentes a la religión católica, y nadie se le ha ocurrido lanzar una Fatwa. Lo más, ha ido a los tribunales a intentar prohibir la exibición o publicación. A veces se ha conseguido. Pero vayamos al jugoso enfrentamiento entre Rushdie y Le Carré: 

"A mediados de noviembre de 1997 John le Carré, uno de los pocos escritores que se había pronunciado contra mi cuando se inició el ataque a Los versos satánicos, se quejó en The Guardian de que había sido injustamente «difamado» y «embreado con la brocha antisemita» por Norman Rush en The New York Times Book Review, y describió «el opresivo peso de la corrección política como una especie de movimiento macarthista en sentido inverso»."

"Yo podría haberme callado mis opiniones, claro, pero no pudo contenerse y respondió. «Sería más fácil solidarizarse con él -escribió en una carta al periódico- si no hubiese estado tan dispuesto a sumarse a una anterior campaña de vilipendio contra un colega escritor. En 1989, durante los peores días del ataque islámico contra Los versos satánicos, Le Carré, muy ampulosamente, hizo causa común con mis agresores. Sería un detalle por su parte si admitiera que comprende el carácter de la Policía del Pensamiento ahora que, al menos en su propia opinión, es él quien está en la línea de fuego.»

"Le Carré mordió el anzuelo de pleno. «La actitud de Rushdie respecto a la verdad es tan interesada como siempre -repuso-. Yo no me uní a sus agresores. Tampoco tomé el camino fácil de declararlo inmaculadamente inocente. Mi postura fue que no existe ley, ni en la vida ni en la naturaleza, por la cual las grandes religiones puedan insultarse con impunidad. Escribí que en ninguna sociedad existe un modelo absoluto de libertad de expresión. Escribí que la tolerancia no llega al mismo tiempo, y de la misma forma, a todas las religiones y culturas, y que también la sociedad cristiana, hasta muy recientemente, definió los límites a la libertad con relación a lo que era sagrado. Escribí, y volvería a escribir hoy, que en lo tocante a la posterior explotación de la obra de Rushdie en rústica, me preocupaba más la chica de Penguin Books a la que podían volarle las manos en la valija de la editorial que el cobro de derechos de Rushdie. Para entonces cualquiera que deseara leer el libro tenía sobrado acceso a él. Mi intención no era justificar la persecución de Rushdie, cosa que, como cualquier persona decente, deploro, sino presentar un matiz "menos arrogante, menos colonialista y menos moralista que el que percibíamos en la seguridad del bando de sus admiradores.»

Para entonces The Guardian estaba disfrutando tanto con la pelea que publicaba las cartas en primera plana. Su respuesta a Le Carré apareció al día siguiente: «John le Carré [...] afirma no haberse unido al ataque contra mí, pero también afirma que "no existe ley, ni en la vida ni en la naturaleza, por la cual las grandes religiones puedan insultarse con impunidad". Un somero análisis de esta altanera formulación revela que (1) adopta el argumento islámico radical reduccionista y zafio de que Los versos satánicos no fue más que un "insulto", y (2) sostiene que todo aquel a quien desagrade la gente islámica radical reduccionista y zafia pierde su derecho a una vida segura. [...] Dice que le interesa más salvaguardar al personal de una editorial que el cobro de mis derechos. Pero son precisamente esas personas, los editores de mi novela en unos treinta países, junto con los empleados en las librerías, quienes más apasionadamente han apoyado y defendido mi derecho a publicar. Es innoble por parte de Le Carré utilizarlos a ellos "como argumento para la censura cuando ellos han salido en defensa de la libertad tan valerosamente. John le Carré tiene razón al decir que la libertad de expresión no es un absoluto. Tenemos las libertades por las que luchamos, y perdemos aquellas que no defendemos. Siempre había pensado que eso George Smiley lo sabía. Su creador parece "haberlo olvidado».

En este punto Christopher Hitchens intervino en la refriega sin ser invitado, y su respuesta llevó al autor de novelas de espías a grados aún más altos de ira. «La conducta de John le Carré en sus páginas no podría parecerse más a la de un hombre que, tras orinar en su propio sombrero, se apresura a encasquetarse el rebosante chapeau en la cabeza -opinó Hitch con su habitual contención-. En su día se mostraba evasivo y eufemístico ante la petición manifiesta de asesinato, a cambio de una recompensa, basándose en la idea de que los ayatolás también tenían sentimientos. "Ahora nos dice que su mayor preocupación era la seguridad de las chicas en la valija. Para curarse en salud, contrapone arbitrariamente la seguridad de ellas y los derechos de Rushdie. ¿Podemos presuponer, pues, que él no habría planteado objeción alguna si Los versos satánicos se hubiesen escrito y publicado gratuitamente y distribuido de balde desde puestos no atendidos por nadie? Eso al menos habría complacido a aquellos que parecen creer que la defensa de la libertad de expresión debería estar exenta de costes y de riesgos. Da la casualidad de que ninguna chica en ninguna valija ha resultado herida a lo largo de ocho años de desafío a la fetua. Y cuando las nerviosas cadenas de librerías de Norteamérica retiraron brevemente Los versos satánicos por dudosas razones de "seguridad", fueron sus sindicatos los que protestaron y se ofrecieron voluntariamente a colocarse junto a los escaparates de cristal cilindrado para defender el derecho del lector a comprar y leer cualquier libro. A ojos de Le Carré, ¡esa valiente decisión se tomó desde la "seguridad" y además era blasfema para una gran religión! ¿No habría podido ahorrarnos esta revelación del contenido de su sombrero... quiero decir, de su cabeza?»"

"Al día siguiente le tocó a Le Carré: «Cualquiera que haya leído las cartas de Salman Rushdie y Christopher Hitchens publicadas ayer quizá se pregunte en qué manos ha caído la gran causa de la libertad de expresión. Proceda del trono de Rushdie o de la alcantarilla de Hitchens, el mensaje es el mismo:"Nuestra causa es absoluta, no admite disensión ni salvedad alguna; todo aquel que la ponga en tela de juicio es por definición una no persona zafia, ampulosa y semianalfabeta". Rushdie se burla de mi lenguaje y pone por los suelos un discurso reflexivo y bien acogido que pronuncié ante la Asociación Anglo-Israelí, y que The Guardian consideró oportuno publicar. Hitchens me retrata como un bufón que se vierte en la cabeza su propia orina. Dos ayatolás rabiosos no podrían haberlo hecho mejor. Pero ¿perdurará la amistad? Me asombra que Hitchens haya soportado durante tanto tiempo la autocanonización de Rushdie. Rushdie, por lo que alcanzo a deducir, no niega el hecho de que insultara a una gran religión. "En lugar de eso me acusa -obsérvese su lenguaje absurdo para variar- de adoptar el argumento islámico radical reduccionista y zafio. No sabía que yo fuera tan listo. Lo que sí sé es que Rushdie se enfrentó a un enemigo conocido y luego, cuando este actuó como era "propio de él, gritó "falta". El dolor que ha tenido que padecer es espantoso, pero no lo convierte en mártir, ni -por más que ese fuera su deseo- borra toda argumentación sobre las ambigüedades de su participación en su propia caída».

De perdidos, al río, pensé. «Es verdad que lo llamé ampuloso [a Le Carré], epíteto que me pareció bastante suave dadas las circunstancias."Ignorante" y "semianalfabeto" son orejas de burro que él se coloca hábilmente en su propia cabeza. [...] Esa costumbre que Le Carré tiene de concederse buenas reseñas ("discurso reflexivo y bien acogido") se debe a que..., en fin, alguien ha de escribirlas. [...] No es mi intención repetir una vez más mis numerosas explicaciones de Los versos satánicos, novela de la que sigo sintiéndome en extremo orgulloso. Novela, señor Le Carré, no pulla. Ya sabes lo que es una novela, ¿no, John?»"

"Y así sucesivamente. Sus cartas, dijo Le Carré, deberían ser lectura obligatoria para todos los alumnos de secundaria británicos, como modelo de «intolerancia cultural disfrazada de libertad de expresión». Él quería acabar con la pelea, pero se sintió obligado a contestar a la acusación de enfrentarse a un enemigo conocido y gritar «falta». «Supongo que nuestro héroe de Hampstead diría lo mismo a los muchos escritores, periodistas e intelectuales en y de Irán, Argelia, Turquía y demás lugares, que luchan también contra el fundamentalismo islámico, y en favor de una sociedad secularizada; en pocas palabras, en favor de la libertad ante la opresión de las Grandes Religiones del Mundo. Por mi parte, he intentado, en estos malos años, dirigir la atención del público hacia la difícil situación de todas esas personas. Algunas de las mejores -Farag Fouda, Tahar Djaout, Ugur Mumcu- han sido asesinadas por su predisposición a "enfrentarse a un enemigo conocido". [...] Da la casualidad de que no considero que los sacerdotes y los mulás, y menos aún los terroristas y los asesinos, sean las personas más idóneas para imponer límites a lo que se puede pensar.»"

"Le Carré se sumió en el silencio, pero entonces saltó a la palestra su amigo William Shawcross. «Las afirmaciones de Rushdie son indignantes y [...] despiden el hedor del moralismo triunfalista.» Esto resultó en extremo violento, porque Shawcross era el presidente saliente de Artículo 19, y la organización después tuvo que escribir una carta distanciándose de sus acusaciones. The Guardian era reacio a dejar que la polémica se apagase, y su director, Alan Rusbridger, me telefoneó para preguntarme si le apetecía contestar a la carta de Shawcross. «No -respondió a Rusbridger-. Si Le Carré quiere que sus amigos gimoteen en su nombre, allá él. Yo ya he dicho lo que tenía que decir.»

Varios periodistas, buscando la causa de la hostilidad de Le Carré, se remontaron a la antigua reseña desfavorable de La casa Rusia, pero a él lo invadió una profunda tristeza por lo sucedido. El Le Carré de El topo y El espía que llegó del frío era un autor que admiraba desde hacía mucho tiempo. En tiempos más felices incluso habían compartido escenario como buenos camaradas en favor de la Campaña de Solidaridad"

"por Nicaragua. Me pregunté si Le Carré respondería positivamente en caso de que llegara a tenderle la mano en son de paz. Pero Charlotte Cornwell, la hermana de Le Carré, había expresado su ira a Pauline Melville, con quien se encontró en una calle del norte de Londres -«¡Vaya! ¡Hay que ver con tu amigo!»-, así que quizá los ánimos estaban un poco demasiado enardecidos en el bando de los Cornwell para que en ese momento triunfara una iniciativa de paz. Pero lamenté la pelea, y tuve la sensación de que nadie había «ganado» la discusión. Los dos habíamos perdido.

No mucho después de esta rencilla me invitaron a la Central de Espionaje para dar una charla ante un grupo de jefes de delegación de los servicios de inteligencia británicos, y la temible Eliza Manningham-Buller, del MI5, una mujer a quien le cuadraba perfectamente su nombre, a medio camino entre la tía Dahlia de Bertie Wooster y la reina, estaba furiosa con Le Carré. «¿Qué se ha creído? -preguntó-. ¿Es que no entiende nada? ¿Es que es un idiota redomado?»

"Pero -pregunté a Eliza-, ¿no fue de los suyos en su día?» Eliza Manningham-Buller era una de esas mujeres valiosas y poco comunes capaces de resoplar de verdad. «¡Ja! -dijo con un resoplido, como una auténtica tía en un libro de Wodehouse-. Supongo que sí trabajó para nosotros en alguna función menor durante unos cinco minutos, pero jamás, querido, accedió a los niveles de las personas con quienes ha estado hablando usted esta noche, y permítame decirle que, después de este asunto, nunca accederá.»

Once años más tarde, en 2008, leyó una entrevista con John le Carré en la que su antiguo adversario decía de su viejo contratiempo: «Quizá me equivoqué. Si fue así, me equivoqué por buenas razones»."

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