El practicante era, si no tan respetado, mucho más temido. Ponía inyecciones, cataplasmas, y hacia sangrías, aunque en mi época éstas habían desaparecido. Pero cuando esas prácticas le tocaba a otro de la familia, era una fiesta. Sobre todo si venía a pinchar a una sirviente joven y nos dejaban mirar, para que aprendiéramos a tener valor. Qué cosas. Fueron las primeras nalgas de mujer que veía sin pecar, y desde luego valía la pena.
Además, el practicante traía también un maletín, en el que había cosas fascinantes. Entonces no había jeringuillas desechables, sino que eran piezas de vidrio talladas que formaban un émbolo, que venían en una cajita de metal de extraña forma (rectangular pero rematada en semi círculo) que no he visto a ver. (He conseguido una goto en Google.)
Había que desinfectar la jeringuilla que se había usado con otro paciente visitado antes. Se procedía como sigue: se destapaba la cajita, y se ponía la tapadera boca arriba sobre la mesa. En ella se echaba alcohol de quemar, y una especie de puente metálico que encajaba con el ancho. Sobre ese puente, se ponía la pieza principal de la cajita, llena de agua, en la que se depositaba delicadamente las dos piezas de la jeringuilla. Se prendía el alcohol, hasta que el agua de arriba hirviera, lo que esterilizaba la jeringuilla. Entonces se usaban una pinzas para sacar ambas piezas (nunca con las manos, aunque se habían lavado previamente), y entonces ya sí, se colocaba el émbolo en la parte gruesa, donde luego se colocaba la imponente aguja, que daba miedo. Con ella se chupaba una pequeña cantidad de agua que había hervido, medida gracias a los centilitros marcados en el lateral de la jeringuilla. Se tomaba entonces la capsulita herméticamente cerrada donde descansaban los polvos curativos, penicilina, por ejemplo. Esa cápsula tenía una tapadera sellada de goma, que se penetraba con la aguja. Se inyectaba el agua en ella, que se mezclaba con los polvos meneando un poco la solución. Se absorbía la solución por la jeringuilla, y listo.
Era fascinante, sobre todo si después te dejaban ver cómo le ponían la inyección al pobre conejo de indias en que se había convertido la chica de servir. O a mis hermanas y otra fauna que andaba por ahí.
Bueno, pues era una profesión honorable, además de la mar de agradable y curativa. Hacías el bien, por el que te pagaban un pequeño viático que te permitía vivir con cierto desahogo, incluso ser socio del Real Madrid e ir al fútbol a admirar a los mejores jugadores del mundo.
Esa era otra de las atracciones de la llegada de tal personaje: como pinchaba a mucha gente, pues a lo mejor te contaba que venía justo de pinchar a mengano, socio honorable, o incluso miembro de la directiva del Real Madrid, quien le había confiando novedades importantes. O comentaba con nosotros el último partido, la última jugada de Di Stefano, que a lo mejor yo había visto con mi padre, y volvías a vivir el momento con esa memoria privilegiada que no se vuelve a tener de mayor. Recuerdo al señor Rueda, nuestro practicante, comentar un gol de Di Stefano, el mejor jugador de la historia, diciendo, -" y luego dicen que está viejo, ¡viejo! con ese cabezazo desde fuera del área, ¡por Dios! (Entonces Di Stefano tenía, me acuerdo muy bien, 32 años, y le quedaban cinco para que le echaran del Madrid). Se me quedó grabado que Di Stefano no era viejo. Y desde luego que le vi jugar muchas veces después.
Yo tenía una vocación firme: ser sucesor de Di Stefano, algo ridículo, pues ya gastaba tres dioptrías por ojo; pero si no, mi segunda opción era ser practicante. Una profesión que te permitía entra en todas las casas, pinchar culos de chicas jóvenes, y ver los domingos a Di Stefano, era algo que llenaba casi plenamente mi horizonte infantil.
Desde luego mejor que ser economista, actividad denigrante a la que llegue de rebote, dando tumbos antes de caer en este agujero del que ya no puedo salir.
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