"How can I know what I think until I read what I write?" – Henry James


There are a few lone voices willing to utter heresy. I am an avid follower of Ilusion Monetaria, a blog by ex-Bank of Spain economist (and monetarist) Miguel Navascues here.
Dr Navascues calls a spade a spade. He exhorts Spain to break free of EMU oppression immediately. (Ambrose Evans-Pritchard)

martes, 30 de agosto de 2016

Los rincones oscuros de nuestras almas

En "Crepúsculo en Oslo", Anne Holt, gran escritora Noruega, narra una de sus historias policiacas. Me gusta la novela policiaca. De ésta saco este trozo que me parece magistral, al menos desde el punto de vista del género. Al menos, aunque creo que transciende el género. Es un interrogatorio a un testigo, Trond Andersen, de un crimen, una mujer con la que iba a casarse. No la ha matado él, pero había ocultado cierto rincón oscuro de su vida, por vergüenza. Su nivel narrativo  me recuerda a"Crimen y Castigo", de Dostoyevsky, la mejor novela policiaca que he leído. El policía, Yngvar Stubø, hace una reflexiones que quizás ningún policía se hace... Pero la novela no es la realidad. Lo que daría por contar ficciones así y no cosas de la pedreste economía. 

—No soy así —dijo Trond Arnesen, desesperado—. ¡En realidad, no soy así! Sobre la mesa que lo separaba de Yngvar Stubø había cinco sobres reunidos con una goma de pelo. Todas las cartas estaban dirigidas a Ulrik Gjemselund. Las grandes letras mayúsculas eran las mismas que adornaban la primera hoja de un filofax que había junto a la pila de cartas. —Trond Arnesen —leyó Yngvar Stubø martilleando el dedo índice contra el papel—. Tienes una letra muy característica. 
Podemos acordar que no es preciso un análisis grafológico, ¿no? ¿Zurdo?
 —¡ De verdad que no soy así! ¡Tiene que creer lo que le digo! Yngvar se balanceó sobre la silla. Se cogió las manos detrás de la nuca. Se pasó los pulgares por los pliegues. Rítmicamente dejaba que el respaldo pegara contra la pared. Se quedó mirando al chico, sin decir nada. Tenía una expresión chata y neutral, como si estuviera esperando algo o a alguien, y se estuviera aburriendo. —Tiene que creerme —insistió Trond—. Nunca he estado con… ningún otro chico. ¡Se lo juro! Y esa noche, esa noche, fue la última vez que iba. Si yo me iba a casar y… Grandes lagrimones le corrían por la cara. Moqueaba por una de las fosas nasales. Se secó con la manga, pero era incapaz de calmar el llanto. Los sollozos sonaban como los de un niño pequeño. Yngvar se balanceaba adelante y atrás. La silla golpeaba. Tam. Tam. Tam. 
—¿ No podría dejar de hacer eso? —dijo Trond—. ¡Por favor! Yngvar continuó balanceándose. —Sigue. —Me emborraché tanto —dijo Trond—. Sobre las nueve estaba ya como una cuba. Hacía mucho que no veía a Ulrik y entonces…, sobre las diez y media, salí para tomar un poco de aire. Salí del pub para despejarme un poco. Y, bueno, quedaba muy cerca. La calle Huitfeldt, quiero decir…, y entonces… 
La silla de Yngvar cayó de golpe sobre el suelo. El joven pegó un fuerte respingo. La taza de plástico con agua de la que acababa de beber se volcó. El policía cogió las cartas. Quitó la goma y ojeó los sobres una vez más sin abrir ninguno de ellos. Después volvió a poner la goma diligentemente, y metió todo el montón en una carpeta gris. Trond reconocía al policía amable que había estado en la reconstrucción. Era imposible leerle los ojos, y casi no decía nada. 
—Sigo escuchándote. 
—Ha sido bastante difícil —dijo dócilmente, tomando aire entre los hipidos—. Ulrik ha estado…, dice que…, en realidad había pensado contarlo. Quería decir la verdad, pero cuando me di cuenta de que pensabais que me había pasado toda la noche en el Smuget, no entendí bien por qué…, pensé que… —De pronto echó la cabeza hacia atrás—. ¿No podría decir algo? —se lamentó, y se echó bruscamente hacia delante, apoyando las manos sobre la superficie de la mesa—. ¡Podría decir algo, hombre! 
—Tú eres el que tiene que hablar. 
—Pero ¡no tengo nada más que decir! Siento muchísimo no haberlo dicho inmediatamente, pero es que… ¡Yo amaba a Vibeke! La echo mucho de menos. Nos íbamos a casar, yo era tan… ¡Tiene que creerme! —Ahora mismo no tiene mucho interés lo que yo piense —dijo Yngvar tirándose del lóbulo de la oreja—. Pero me importa mucho saber cuánto tiempo te ausentaste de la despedida de soltero. —Durante una hora y media, ya lo he dicho. Desde las diez y media hasta las doce. Medianoche. Palabra de honor. Pregunte al resto, pregúnteselo a mi hermano.
—Está claro que la última vez que preguntamos se equivocaron. O, si no, mintieron, todos ellos. Juraron que estuviste toda la noche. 
—¡ Eso creían ellos! Por Dios, era todo un caos, y yo me fui sólo un rato. Tendría que haberlo dicho inmediatamente, pero… me daba vergüenza. Me iba a casar. —Eso ya lo sabemos —dijo Yngvar con dureza—. Lo has dicho unas cuantas veces. —Tendría que haberlo dicho —gimoteaba el joven—. Pero es que me daba tanta…, pensé que… —Pensaste que te ibas a librar —dijo Yngvar Stubø, la voz tenía una inflexión extraña—. ¿No es verdad? Se levantó, se puso las manos a la espalda y recorrió lentamente la habitación. Trond se plegaba; dobló la nuca y encogió los hombros, como si tuviera miedo de que le fueran a pegar. —Lo interesante —agregó Yngvar, la voz había adquirido algo fingidamente paternal, un tono medio afable, medio estricto—. Lo interesante es que me acabas de contar algo que no sabíamos. 
El chico había dejado de llorar. Se secaba lágrimas y mocos con la punta de la camisa, y por un momento dio la impresión de estar más aturdido que desesperado. —Ahora no entiendo lo que quiere decir —dijo mirando al policía directamente a los ojos—.
 Es obvio que han hablado con Ulrik y aquella noche… 
—Te equivocas —dijo Yngvar—. Ulrik no quiere hablar con nosotros. Está metido en una celda en Grønland y no suelta prenda. Hasta cierto punto tiene derecho a hacerlo. A no soltar prenda, quiero decir. Así que sobre esto de que has mentido a propósito de tu coartada, no teníamos ni idea. Hasta ahora no.
 —¿ En una celda? ¿Qué ha hecho? ¿Ulrik? Yngvar se detuvo a un metro del joven. Colocó el codo derecho en la mano izquierda, y se acarició la nariz con expresión pensativa. —Tan tonto no eres, Trond. 
—Yo… 
—¿ Tú qué? 
—Francamente, no tengo ni idea de qué va esto. 
—Hummm. Está bien. Así que quieres que crea que has estado con Ulrik de…, de formas no superficiales, se podría decir… Yngvar señaló con la cabeza la carpeta con los documentos. Las cartas asomaban levemente de la apertura. La cara de Trond se puso como un tomate. 
—Yo… 
—Sin saber nada de la relación de Ulrik con sustancias prohibidas —continuó Yngvar—. Con todos mis respetos, me cuesta mucho creerlo. Trond tenía pinta de haber visto, por un momento, al mismísimo diablo, con cuernos en la frente y rabo en llamas. Tenía los ojos abiertos de par en par, la boca se le abrió y los mocos empezaron de nuevo a caer sin que hiciera ningún ademán de querer secárselos. Las palabras se convirtieron en sílabas sin sentido. Yngvar se mordió pensativo los nudillos, sin la menor intención de ayudarle. —Drogas —consiguió por fin decir Trond—. De eso yo no sabía nada. ¡Lo juro!
—Tengo una cría en casa —dijo Yngvar, y empezó de nuevo a deambular, dando grandes zancadas, de un extremo a otro de la estrecha sala de interrogatorios—. Tiene casi diez años y posee una fantasía envidiable. —Se detuvo y sonrió—. Miente todo el rato. Tú dices «lo juro» con más frecuencia que ella. Eso no refuerza exactamente tu credibilidad. 
—Me rindo —murmuró Trond, y daba la impresión de que lo decía en serio, se recostó en la silla y repitió—: Me rindo, joder. Los brazos le colgaban sueltos a ambos lados del cuerpo. Echó la cabeza hacia atrás. Cerró los ojos. Separó las piernas. Se quedó sentado como un adolescente desgarbado. 
—Supongo que tampoco sabías que Ulrik se prostituía —dijo Yngvar con tranquilidad, miraba fijamente la larguirucha silueta para no perderse el más mínimo detalle. No ocurrió nada. Trond Arnesen se limitó a quedarse ahí sentado, con la boca abierta, las rodillas bien separadas y las manos balanceándose al compás. 
—Del tipo más bien exclusivo —añadió Yngvar—. Pero eso no lo sabías, claro. Porque seguro que tú nunca pagabas. Tampoco esta vez el joven reaccionó. Se quedó mucho rato sentado inmóvil. Incluso las manos le colgaban quietas. Sólo un temblor en los párpados mostraba que había estado escuchando. En el denso aire de la sala de interrogatorios no había más ruido que la respiración constante de Yngvar y el zumbido del sistema de ventilación, que apenas se oía. 
—No deberías haber escrito esas cartas —dijo Yngvar en voz baja y con rabia, no sabía bien por qué—. Si no hubieras escrito esas cartas, ahora todo estaría bien. Estarías sentado en tu casa. En tu hogar. Contarías con la simpatía de todo el mundo. Antes o después remontarías tu vida. Eres joven. Dentro de medio año habría pasado lo peor y habrías podido continuar. Pero tuviste que escribir las cartas. No fue muy inteligente, Trond. «Estoy siendo malvado», pensó, y se sacó del bolsillo de la camisa un grueso puro con su funda de aluminio. «Lo estoy castigando por mi propia decepción. ¿Qué es lo que me decepciona? ¿Que haya mentido? ¿Que tuviera secretos? Todo el mundo miente. Todo el mundo tiene secretos. No hay vidas intachables sin vergüenzas, sin tacha ni mácula. No lo estoy castigando por ser inmoral, he visto demasiado y he comprendido lo suficiente como para hacer eso. Estoy decepcionado porque me ha engañado. Por una vez decidí creer. Mi vida laboral transcurre entre las mentiras y las infidelidades de los demás, entre sus deserciones y sus traiciones. Sin embargo, había algo en este muchacho, en este hombre inmaduro. Algo de candor. Algo auténtico. Pero me equivoqué, y por eso lo castigo.» Olió el puro. Desenroscó un poco la tapa y olisqueó. 
Trond se levantó lentamente de la silla. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Una fina línea de saliva le caía de la comisura izquierda de la boca. Tomó aire entre hipidos. —Nunca pagué —dijo, y se cubrió la cara entre las manos—. No sabía que a otros les cobraba. No sabía que tenía a otros…, además de a mí. Después lo volvió a dominar el llanto. No se dejaba consolar por nada, ni por la mano vacilante de Yngvar sobre su hombro, ni por el abrazo que le dio su madre cuando la llamaron media hora más tarde y llegó agitada y muerta de miedo, ni por el tosco abrazo de chico de su hermano en el aparcamiento, antes de que lo montaran en el asiento trasero.
 —Hace mucho tiempo que es mayor de edad —respondió Yngvar a las numerosas preguntas de su madre—. Tendrá que preguntarle a él de qué se trata. 
—Pero… tiene que decirme si…, es él…, si fue él quien… 
—Trond no mató a Vibeke. De eso puede estar segura. Pero ahora no está nada bien. Cuídelo mucho. Yngvar se quedó de pie en el aparcamiento bastante tiempo después de que las luces traseras rojas del coche de Bård Arnesen hubieran desaparecido. Mientras estaba ahí sin abrigo, la temperatura cayó un grado o dos; había empezado a nevar. Se quedó bastante quieto, sin saludar a la gente que salía del edificio y se despedía antes de meterse tiritando en los coches para ir a sus casas a reunirse con sus propias familias, sus propias vidas torcidas. En momentos como éstos recordaba por qué la pasión que en tiempos sintió por su trabajo se había reducido a un mitigado y poco frecuente sentimiento de satisfacción. Seguía pensando que lo que hacía era importante. Seguía encontrando desafíos en su trabajo todos los días. Sacaba partido de su amplia experiencia y reconocía que era valiosa.
También la intuición se había reforzado con los años, y se había vuelto más precisa. Yngvar Stubø era un defensor de lo correcto y lo justo, a la manera antigua, y sabía que nunca podría ser otra cosa que policía. A pesar de todo, ya no sentía triunfo ni alegría desbordante cada vez que resolvía un caso, como le había pasado cuando era más joven. Con la edad cada vez se le hacía más difícil vivir con los destrozos derivados de cada investigación. Descalabraba vidas, ponía destinos cabeza abajo. Desvelaba secretos. Los lados oscuros de las vidas de las personas eran sacados de los cajones y los armarios olvidados. El próximo verano Yngvar Stubø cumpliría cincuenta años. Llevaba veintiocho de ellos siendo policía y sabía que Trond Arnesen era inocente del asesinato de su prometida. Yngvar se había topado con muchos como Trond Arnesen a lo largo de los años, con sus debilidades y sus mentiras vitales; personas corrientes que tenían la desgracia de que cada uno de los rincones oscuros de su vida eran enfocados por la investigación. Trond Arnesen mentía cuando se lo amenazaba y era huidizo cuando pensaba que merecía la pena mentir. Era como la mayoría de la gente. Nevaba cada vez con más intensidad y la temperatura caía constantemente. Yngvar seguía ahí de pie, sintiendo el placer de estar con la cabeza al descubierto y poca ropa en un sitio abierto con mal tiempo. El placer de tener frío. 


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