Ayer, antes de la hora propicia, bajamos hacia el ponto, ya oscurecido, y preparamos nuestro homenaje a los dioses. Sacrificamos un buey, del que en el altar quemamos sus entrañas. El humo subió derecho hacia el cielo, señal de bendición de los dioses del Olimpo, mientras nosotros dimos buena cuenta del resto, bebiendo sin tasa el vino sazonado con miel y especias.
La noche pasó en un mágico suspiro, y por el horizonte marino empezó a despuntar el divino sol, al que raudos acudimos con nuestras naves, a saludar el nuevo día. A Neptuno le entregamos humildemente los restos de la hecatombe. A la vuelta, ya con la luz divina rozando nuestros pies, regresamos todos a casa de Penelope, que seguía tejiendo en su telar mientras, incansable, esperaba a su Ulises, que nosotros dábamos por perdido. Un día más la cominaríamos a que eligiera quién de nosotros aceptaría por agraciado marido. Ulises no volvería, nos decíamos, los dioses no le han sido propicios. Pronto Itaca será nuestra.
Pero los dioses nos engañaban. Por la casa merodeaba un sucio mendigo que, maldición, estaba aliado con Atenea, quien le había disfrazado perfectamente a nuestros cegados ojos. Penélope lo presentía y sonreía...
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