"How can I know what I think until I read what I write?" – Henry James


There are a few lone voices willing to utter heresy. I am an avid follower of Ilusion Monetaria, a blog by ex-Bank of Spain economist (and monetarist) Miguel Navascues here.
Dr Navascues calls a spade a spade. He exhorts Spain to break free of EMU oppression immediately. (Ambrose Evans-Pritchard)

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Ortega y Gasset y el Estatuto catalán en la segunda República

He releído el discurso de O y G en las Cortes Constituyentes de 1932 sobre el Estatuto de Cataluña. El interés que tiene para mi es que hace hincapié en los errores de entonces, y que esos errores vuelven a estar peligrosamente sueltos en la hora presente, ante el mismo pero más agudizado problema. Por eso y nada más que por eso lo destaco: se puede tender una línea recta desde los errores de los políticos de entonces a los se hoy con extrema precisión. Aquí hago una breve selección del discurso en la que se argumenta en esos errores de concepto de ayer y de ochenta años después. Me permito un breve título.

Repito: lo más dolorosamente destacable es cómo distintos hombres de alejadas generaciones vuelven a tropezar en la misma piedra. Como sí fuéramos incapaces de aprender a pesar de ser ministros de la Nación. Ni siquiera son vagamente conscientes de que están haciendo traición a su pueblo.

Primero: es falaz que el problema catalán tenga una solución definitiva. .

¿qué es lo más inmediato, concreto y primero con que topamos del problema catalán? Se dirá que si queremos evitar vaguedades, lo más inmediato y concreto con que nos encontramos del problema catalán es ese proyecto de Estatuto que la Comisión nos presenta y alarga; y de él, el artículo 1 del primer título. Yo siento discrepar de los que piensan así, que piensan así por no haber caído en la cuenta de que antes de ese primer artículo del primer título hay otra cosa, para mí la más grave de todas, con la que nos encontramos. Esa primera cosa es el propósito, la intención con que nos ha sido presentado este Estatuto, no sólo por parte de los catalanes, sino de otros grupos de los que integran las fuerzas republicanas. A todos os es bien conocido cuál es ese propósito. Lo habéis oído una y otra vez, con persistente reiteración, desde el advenimiento de la República. Se nos ha dicho: «Hay que resolver el problema catalán y hay que resolverlo de una vez para siempre, de raíz. La República fracasaría si no lograse resolver este conflicto que la monarquía no acertó a solventar.»

Pues bien, señores; yo sostengo que el problema catalán, como todoslos parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto,conste que significo con ello, no sólo que los demás españoles tenemosque conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienenque conllevarse con los demás españoles

Digo, pues, que el problema catalán es un problema que no se puederesolver, que sólo se puede conllevar; que es un problema perpetuo, queha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirásiendo mientras España subsista; que es un problema perpetuo, y que afuer de tal, repito, sólo se puede conllevar.

¿Por qué? En rigor, no debía hacer falta que yo apuntase la respuesta,porque debía ésta hallarse en todas las mentes medianamente cultivadas.Cualquiera diría que se trata de un problema único en el mundo, que andabuscando, sin hallarla, su pareja en la Historia, cuando es más bien unfenómeno cuya estructura fundamental es archiconocida, porque se hadado y se da con abundantísima frecuencia sobre el área histórica. Es tan conocido y tan frecuente, que desde hace muchos años tiene inclusive un nombre técnico: el problema catalán es un caso corriente de lo que se llama nacionalismo particularista. No temáis, señores de Cataluña, que en esta palabra haya nada enojoso para vosotros, aunque hay, y no poco, doloroso para todos.

Segundo: Es falaz comparar el sentimiento separatista con el que inspira la construcción de las grandes naciones.

Y no se diga que es, en pequeño, un sentimiento igual al que inspira losgrandes nacionalismos, los de las grandes naciones; no; es un sentimientode signo contrario. Sería completamente falso afirmar que los españoleshemos vivido animados por el afán positivo de no querer ser franceses, deno querer ser ingleses. No; no existía en nosotros ese sentimiento negati-vo, precisamente porque estábamos poseídos por el formidable afán deser españoles, de formar una gran nación y disolvernos en ella. Por eso, dela pluralidad de pueblos dispersos que había en la Península, se ha forma-do esta España compacta.

En cambio, el pueblo particularista parte, desde luego, de un sentimiento defensivo, de una extraña y terrible hiperestesia frente a todo contacto y toda fusión; es un anhelo de vivir aparte. Por eso el nacionalismoparticularista podría llamarse, más expresivamente, apartismo o, en buencastellano, señerismo.

Tercero: el sentimiento de independencia no es de todos los catalanes. Los que no lo comparten serán arrollados.

Pero ahora, señores, es ineludible que precisemos un poco. Afirmar que hay en Cataluña una tendencia sentimental a vivir aparte, ¿qué quiere decir, traducido prácticamente al orden concretísimo de la política? ¿Quiere decir, por lo pronto, que todos los catalanes sientan esa tendencia? De ninguna manera. Muchos catalanes sienten y han sentido siempre la ten- dencia opuesta; de aquí esa disociación perdurable de la vida catalana a que yo antes me refería. Muchos, muchos catalanes quieren vivir con Es- paña. Pero no creáis por esto, señores de Cataluña, que voy a extraer de ello consecuencia ninguna; lo he dicho porque es la pura verdad, porque, en consecuencia, conviene hacerlo constar y porque, claro está, habrá que atenderlo. Pero los que ahora me interesan más son los otros, todos esos otros catalanes que son sinceramente catalanistas, que, en efecto, sienten ese vago anhelo de que Cataluña sea Cataluña. Mas no confundamos las cosas; no confundamos ese sentimiento, que como tal es vago y de una intensidad variadísima, con una precisa voluntad política. ¡Ah, no! Yo estoy ahora haciendo un gran esfuerzo por ajustarme con denodada veraci- dad a la realidad misma, y conviene que los señores de Cataluña que me escuchan, me acompañen en este esfuerzo. No, muchos catalanistas no quieren vivir aparte de España, es decir, que, aun sitiéndose muy catala- nes, no aceptan la política nacionalista, ni siquiera el Estatuto, que acaso han votado. Porque esto es lo lamentable de los nacionalismos; ellos son un sentimiento, pero siempre hay alguien que se encarga de traducir ese sentimiento en concretísimas fórmulas políticas: las que a ellos, a un gru- po exaltado, les parecen mejores. Los demás coinciden con ellos, por lo menos parcialmente, en el sentimiento, pero no coinciden en las fórmulas políticas; lo que pasa es que no se atreven a decirlo, que no osan manifestar su discrepancia, porque no hay nada más fácil, faltando, claro está a la veracidad, que esos exacerbados les tachen entonces de anticatalanes. Es el eterno y conocido mecanismo en el que con increíble ingenuidad han caído los que aceptaron que fuese presentado este Estatuto. ¿Qué van a hacer los que discrepan? Son arrollados; pero sabemos perfectamente de muchos, muchos catalanes catalanistas, que en su intimidad hoy no quie- ren esa política concreta que les ha sido impuesta por una minoría. Y al decir esto creo que sigo ajustándome estrictamente a la verdad. (Muy bien, muy bien.)

Cuarto: ceder a las ambiciones independentistas no es resolver el problema, al contrario, es crear un nuevo.

Pero una vez hechas estas distinciones, que eran de importancia, reconozcamos que hay de sobra catalanes que, en efecto, quieren vivir aparte de España. Ellos son los que nos presentan el problema; ellos constituyen el llamado problema catalán, del cual yo he dicho que no se puede resol- ver, que sólo se puede conllevar. Y ello es bien evidente; porque frente a ese sentimiento de una Cataluña que no se siente española, existe el otro sentimiento de todos los demás españoles que sienten a Cataluña como un ingrediente y trozo esencial de España, de esa gran unidad histórica, de esa radical comunidad de destino, de esfuerzos, de penas, de ilusiones, de intereses, de esplendor y de miseria, a la cual tienen puesta todos esos españoles inexorablemente su emoción y su voluntad. Si el sentimiento de los unos es respetable, no lo es menos el de los otros, y como son dos tendencias perfectamente antagónicas, no comprendo que nadie, en sus cabales, logre creer que problema de tal condición puede ser resuelto de una vez para siempre. Pretenderlo sería la mayor insensatez, sería llevarlo al extremo del paroxismo, sería como multiplicarlo por su propia cifra; sería, en suma, hacerlo más insoluble que nunca.

supongamos lo extremo: que se concediera, que se otorgase a Cataluña absoluta, íntegramente, cuanto los más exacerbados postulan. ¿Habríamos resuelto el problema? En manera alguna; habríamos dejado entonces plenamente satisfecha a Cataluña, pero ipso facto habríamos dejado ple- namente, mortalmente insatisfecho al resto del país. El problema renace- ría de sí mismo, con signo inverso, pero con una cuantía, con una violen- cia incalculablemente mayor; con una extensión y un impulso tales, que probablemente acabaría (¡quién sabe!) llevándose por delante el régimen.

Quinto: Sólo hay una solución: conllevarnos.

Yo creo, pues, que debemos renunciar a la pretensión de curar radical-mente lo incurable. Recuerdo que un poeta romántico decía con sustancialparadoja: «Cuando alguien es una pura herida, curarle es matarle.» Pues esto acontece con el problema catalán.

En cambio, es bien posible conllevarlo. Llevamos muchos siglos juntos los unos con los otros, dolidamente, no lo discuto; pero eso, el conllevarnosdolidamente, es común destino, y quien no es pueril ni frívolo, lejos defingir una inútil indocilidad ante el destino, lo que prefiere es aceptarlo.

Después de todo, no es cosa tan triste eso de conllevar. ¿Es que en lavida individual hay algún problema verdaderamente importante que se re-suelva? La vida es esencialmente eso: lo que hay que conllevar, y, sinembargo, sobre la gleba dolorosa que suele ser la vida, brotan y florecenno pocas alegrías.

Sexto: No es un problema infrecuente: lo tienen todas las naciones europeas (menos Francia).

lo conllevan las naciones en que han existido nacionalismos particularistas, las cuales (y me importa mucho hacer constar esto para que quede nuestro asunto estimado en su justa medida), las cuales naciones aquejadas por este mal son en Europa hoy aproximadamente todas, todas menos Francia. Lo cual indica que lo que en nosotros juzgamos terrible, extrema anomalía, es en todas partes lo normal. Pues en este punto quien representa la efectiva, aunque afortu- nada anormalidad, es Francia con su extraño centralismo; todos los de- más están acongojados del mismo problema, y todos los demás hacen lo que yo os propongo: conllevarlo.

Séptimo. (A Rubalcaba y PSOE y Margallo, etc): la palabra "Federalismo" significa disgregación de la soberanía nacional.

Recuerdo que hubo un momento de extremo peligro en la discusión constitucional, en que se estuvo a punto, por superficiales consideraciones de la más abstrusa y trivial ideología, con un perfecto desconocimiento de lo que siente y quiere, salvo breves grupos, nuestro pueblo, sobre todo, de lo que siente y quiere la nueva generación, se estuvo a punto, digo, nada menos que de decretar, sin más, la Constitución federal de España. Entonces, aterrado, en una madrugada lívida, hablé ante la Cámara de sobera- nía, porque me acongojaba desde el advenimiento de la República la im- precisión, tal vez el desconocimiento, con que se empleaban todos estos vocablos: soberanía, federalismo, autonomía, y se confundían unas cosas con otras, siendo todas ellas muy graves. Naturalmente, no he de repetir ahora lo que entonces dije; me limitaré a precisar lo que es urgente para la cuestión.

Decía yo que soberanía es la facultad de las últimas decisiones, el poder que crea y anula todos los otros poderes, cualesquiera sean ellos, soberanía, pues significa la voluntad última de una colectividad. Convivir en soberanía implica la voluntad radical y sin reservas de formar una co- munidad de destino histórico, la inquebrantable resolución de decidir jun- tos en última instancia todo lo que se decida. Y si hay algunos en Catalu- ña, o hay muchos, que quiere desjuntarse de España, que quieren escindir la soberanía, que pretenden desgarrar esa raíz de nuestro añejo convivir, es mucho más numeroso el bloque de los españoles resueltos a continuar reunidos con los catalanes en todas las horas sagradas de esencial deci- sión. Por eso es absolutamente necesario que quede deslindado de este proyecto de Estatuto todo cuanto signifique, cuanto pueda parecer amena- za de la soberanía unida, o que deje infectada su raíz. Por este camino iríamos derechos y rápidos a una catástrofe nacional.

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