UN NEGRO DE VERDAD
SE han recogido decenas de miles de firmas reclamando que en la cabalgata de Reyes de Madrid desfile un negro de verdad encarnando al rey Baltasar, en lugar de un concejal embetunado. Este prurito verosimilista de los firmantes es perfidia y ganas de tocar los cojones, muy rebozaditas de farfolla filantrópica; pues, ya de puestos a ser verosímiles, habría que solicitar que el hombre que encarnase al rey Baltasar no sólo fuese «negro de verdad», sino también rey de verdad. Pero ¿dónde encontramos un rey negro de verdad? Ni siquiera nos habría servido Haile Selassie, emperador de Etiopía y descendiente de la reina de Saba, que según especificaba Julio Camba era de raza amhárica, «una raza que, a lo largo de los siglos, ha ido tostándose poco a poco en el horno etíope». Definir los contornos de la raza negra depende, como todo en la vida, del color del cristal con que se mira: para los ingleses, por ejemplo, toda la humanidad, de Calais para abajo, es negra; y buena prueba de ello es que un amigo africano que tenía Camba en Londres, cuando quería ir a cenar a algún restaurancillo italiano o griego del barrio de Soho, le decía: «¿Quiere usted que vayamos a un restaurante negro?».
Y si un restaurante mediterráneo valía para el amigo africano de Camba como restaurante negro no se entiende por qué demonios un concejal de Chamberí no puede valer como rey negro para los firmantes de esa petición, que para cualquier habitante de la pérfida Albión serían más negros que Haile Selassie. Por lo demás, no sabemos si los tres Reyes Magos eran tres o veinticuatro (se dice que fueron tres porque tres fueron las ofrendas que hicieron al Niño); y sabemos que no eran reyes ni tampoco magos, no al menos en la acepción de brujo o prestidigitador aceptada por el vulgo. En Persia, de donde seguramente procediesen, se llamaba «magos» a los sabios de una casta sacerdotal; y pruebas diversas de su sabiduría las hallamos en la narración evangélica: eran enormemente despistados y hacían cosas que no se le ocurrirían ni al que asó la manteca, como ir a preguntar al felón de Herodes por el recién nacido; y, aunque despistados (como todo sabio que se precie), eran también prudentes, pues después se volvieron por otro camino, para no dejarse utilizar por el felón de Herodes. Si en lugar de sabios hubiesen sido intelectuales no sólo habrían vuelto por el mismo camino e informado al felón de Herodes, sino que se hubiesen puesto de inmediato a su servicio.
Tal vez los firmantes que pedían «un negro de verdad» no lo hicieron por un grotesco prurito verosimilista, sino para consolarse de no poder pedir un sabio, porque en España, donde hay intelectuales a porrillo, es mucho más difícil encontrar un sabio que un negro. O tal vez los empujase aquel sentimentalismo teológico de Antonio Machín cuando pedía al pintor de su bolero que pintase angelitos negros; pero este sentimentalismo teológico, desde que Juan XIII canonizase a San Martín de Porres, es perfidia y ganas de tocar los cojones. Yo a los firmantes que han reclamado que a Baltasar lo encarne «un negro de verdad» les concedería, a modo de consuelo, que albergasen en su casa a un negro de verdad de los que cruzan la valla de Melilla. Tal vez entonces estos firmantes dirían, parafraseando al filántropo de «Los hermanos Karamazov»: «Amo a la negritud; pero, para gran sorpresa mía, cuanto más amo a la negritud en general, menos amo a los negros en particular». Que una cosa es poner a un negro a desfilar en una cabalgata, para exhibirlo y de este modo exhibir nuestra filantropía, y otra muy distinta sentarlo a la mesa. Y es que el signo distintivo del filántropo es amar mucho al prójimo, pero a distancia.
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