Hoy, gracias a unos artículos de El País, emerge uno de los episodios más oscuros de su vida, que fue su famosa intervención en un acto de la universidad de Salamanca, de la que era rector, y en la que no sé por qué triste decisión se invitó a la Falange y a Millán Astray. Supongo que el acto estaba dirigido por ellos, que para eso ocupaban la ciudad durante la guerra.
En un momento del acto, al nefasto Millán Astray se le ocurre gritar, “Viva la muerte muera la inteligencia”. Unamuno, que llevaba un tiempo tomando notas en una cuartilla, nervioso y agitado, se levantó indignado y dijo...
y aquí viene el problema. Nadie sabe exactamente lo que dijo Unamuno, porque sus palabras no fueron registradas en la algarabía que se montó entre “vivas” y “mueras”, y todas las versiones que salieron después a la luz no son demostrables. Unos parecen querer supervalorar a Unamuno, y otros infravalorarlo. En los artículos señalados de El País pueden seguir la polémica, que está entre el rigor histórico y la leyenda.
Como decían en esa sin par película “El hombre que mató a Liberty Valance” - tan unamuniana, por otra parte - cuando la leyenda supera la realidad, se publica la leyenda. Muchas veces he recordado esta sentencia, y en el caso que nos ocupa yo soy partidario de creer que Unamuno dijo las brillantes palabras que le endosaron sus más fervientes seguidores.
Es aceptado con más o menos generalidad que dijo,
“Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaríais algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho”.
La primera frase de este párrafo me llega a mi corazón unamuniano, y me sobran razones para pensar que si no la dijo, la pensó. Vencer no es convencer; si algo es puramente de Unamuno es estas cuatro palabras. ¿Que no hay registro que lo demuestre? Tampoco lo hay que refute que lo dijo. Que ahora un tal Sebastián Delgado pretenda desmontarlas y buscar otro cauce para reconstruir el evento, me da igual. No es que le niegue el derecho a su espíritu investigador, pero como aquel periodista de la película citada, me quedo con la leyenda, que algo de verdad contiene.
Otra cosa: nadie se esperaba de Unamuno una salida de ese tono, pues cuando estalló la guerra, el defendió el levantamiento militar, como único camino rectificador del gran desvarío de la República, que él mismo había contribuido a traer, siendo diputado de las Cortes Constituyentes, después de su enfrentamiento y exilio de siete años con el dictador Primo de Rivera. Incluso sirvió sin querer a la propaganda franquista, cuando Franco le robó la idea que la guerra era una cuestión entre la defensa de Occidente y el Comunismo que venía de Rusia. Si hay un hombre paradójico es Unamuno, que se enfrenta con unos (dictador Primo de Rivera, pero antes con el régimen de la Restauración), (con la República, que había contribuido a nacer), (y con el franquismo que comenzó por aprobar). Entre esa turbamulta de paradojas, hay un hombre que siempre fue fiel a sí mismo, y por eso esos choques constantes cuando hablaba de política. En realidad sólo tuvo un tema que le royó él alma durante su vida entera, que era la pérdida de la fe religiosa y su constante agonía (lucha) por recobrarla. De ese fondo surgen maravillosos textos que me traen recuerdos imperecederos que renovaré constantemente.
Lo único que digo es que la frase que se supone leyenda encaja perfectamente en esa agonía de Unamuno, en esa forma de ser, y en esa fidelidad a sí mismo.
No sé si añadir: sirva esto de reflexión sobre la ultra simplificación que vivimos ahora con el gobierno empeñado a jugar a las tabas con los huesos del general Franco. Hubo un momento de confusión y dolor en que realmente no había buenos y malos, sino mejores y peores. Como dijo Julián Marías cuando acabó la guerra (como republicano), “qué bien que hayan perdido estos. Qué pena que hallan ganado aquellos”.