Viene agosto como un Miura desatado. No hay quién lo pare. El mes en que quedaba recogida la cosecha del año. El ciclo natural se había cumplido. Había otras cosas que hacer, con alegría si la cosecha había sido buena, con aprensión si había sido mediana o mala. Un mes de saldo vital, de avance de un invierno bien llevado o con apreturas. Un mes de volver a empezar el ciclo anual, cerrado en su dependencia de la Tierra y del cielo.
Yo me he adelantado un mes al calendario natural, y he de volver antes de que llegue la plaga de la langosta a las costas españolas. Ya he visto un adelanto, y sé que no me pierdo nada. Sin embargo, me quedaría con gusto un mes más. He cogido una rutina envolvente en la que me he arrebujado Para aislarme: Un clima perfecto, mantenido por la brisa del mar, ha sido escenario de esa rutina, le ha dado luz y calidez estival, como una cubierta de un libro infantil.
Un rutina ha de tener tres o cuatro anclajes fijos por los que se ha de pasar diariamente. Uno de ellos ha sido la grata obligación de releer todos los días, antes de caer amodorrado en la siesta, el "Diario Íntimo", de César González-Ruano. Quería comprobar que aguantaba una tercera lectura, y ha superado la prueba con creces.
A lo mejor soy yo quien he superado la prueba: soy yo quien lleva inscrito en mi carcasa vital lo que leo en el libro, que, quizás, diga otras cosas a otros lectores. Creo que estoy, sin esfuerzo ya, en la inclinación por la nostalgia. Busco cada vez más en los libros leídos puntos por los que pasé, y me recuerdan el tiempo cuándo los leí, y lo que me rememoraron entonces. Hay una entrada del diario, leída hoy, en la que Ruano dice exactamente eso: que le gusta releer nostálgicamente. Es preocupante signo otoñal el placer que me proporciona.
El libro me rememora una infancia que ahora, creo, fue feliz. Si no lo fue, fueron unos tiempos que me llaman con lazos cada vez más fuertes. Los colores que describe -o yo imagino-, del Madrid pequeño y provinciano de antaño, pero con cierto brillo que el autor ha reflejado como nadie... Una vida sin prisas, cuando se veraneaba en Cuenca o Sigüenza (se tardaba 8 horas en llegar en un viaje en tren abarrotado. Ahora se va poco más que que a cenar).
¿A quién se le ocurre veranear en Cuenca, para levantarse del hotel e ir al café Colón a escribir un artículo luchando con las moscas, deambular, ir al cine, atender a la tertulia, ir a pasear por las hoces del río Segura?
¿Y Sigüenza? Los veraneos del autor en Sigüenza son patéticos, casi angustiosos, cuando llega al kiosko de La Alameda a las 12h a escribir y no ve a nadie, como si se tratara de un poblacho abandonado. No consigue escribir, se desazona, se deprime y se mete en la cama.
Los veranos de Cuenca no son tan tenebrosos, quizás porque allí encuentra amigos con los que hacer tertulia. En el fondo consigue llevarse la rutina de Madrid a Cuenca, cambiar el café Gijón por el Colón, al que se le añaden unas moscas para hacer más veraniego. En Sigüenza es todo un gran desastre, pese a lo cual lo vuelve a intentar un par de veces.
Con todo, el gran escritor que es consigue hacer apasionante el relato de tan triviales desventuras.
Cuando Madrid le estresa, por el trabajo de escribir y el no menos laborioso de ir a cobrar a los distintos periódicos, se va una semana al hotel Felipe II, de El Escorial, donde se encuentra con La Paz suficiente para no hacer nada, que es lo que le gusta.
Y es que escribir es una obligación alimenticia. Dice: hoy he escrito 4 mil pesetas. Como ven en la tarjeta, era un sablista redomado. Siempre andaba a la cuarta pregunta:
Cuando Madrid esta vacío, él lee en la Prensa de provincias que a Madrid han llegado una serie de famosos, como Gary Cooper, o Ava Garner, a la que se encuentra casualmete en el Felipe II. Se pregunta entonces qué hace él en a cuenca.
Yo me acuerdo vagamente de esos escenarios, de esos colores y olores, con trenes insultantemente lentos -que sin embargo se accidentaban, como hoy. El calor pegajoso era un ingrediente seguro del viaje. Tardar 8 horas a Cuenca desde Madrid es inimaginable, casi heroico. (Décadas después, yo tardaba 12 horas a Málaga, que tampoco está mal). Y ese calor de Madrid aplastante, que te empujaba a huir. Como hoy, Madrid se vaciaba en agosto. Benidorm, ya empezaba a ser el destino favorito que todavía es.
Tras este relato de una rutina, de la que el autor no quiere salir, late la visita de la muerte. No lo dice claramente, es más, presume de enfermo imaginario, pero el lector siente que le ronda. Ha llevado una vida desatada, de señorito trueno, y ahora toca cuidarse, no beber, acostarse pronto para trabajar temprano. Llega un momento que el lector lo sabe, sabe que el autor lo presiente, pero elegantemente no dice nada hasta que se enfrenta a ella.
A veces aclara cuál es su objetivo escribiendo este diario: describir cómo las cosas cotidianas le afectan a él, sin grandes alharacas, con humildad y sentido del humor. No hay tal cosa si uno no se ríe de sí mismo, y Ruano casi siempre lo hace, reírse de sí mismo.
Con esos fragmentos, que no son más que trozos de un puzzle incompleto, vislumbramos la vida de un hombre complejo, con claroscuros apenas adivinados. Lo que queda es los pedazos rotos de un Dandi auténtico, un Dandi pobre que tiene que escribir cuanto artículos al día para sobrevivir en sus necesidades nada elementales, como él mismo reconoce. Le gusta que le atienda un mayordomo y dos sirvientas, pero a veces le cortan la luz por impago de la factura. Un dandi que va a misa los domingos.Yo me he adelantado un mes al calendario natural, y he de volver antes de que llegue la plaga de la langosta a las costas españolas. Ya he visto un adelanto, y sé que no me pierdo nada. Sin embargo, me quedaría con gusto un mes más. He cogido una rutina envolvente en la que me he arrebujado Para aislarme: Un clima perfecto, mantenido por la brisa del mar, ha sido escenario de esa rutina, le ha dado luz y calidez estival, como una cubierta de un libro infantil.
Un rutina ha de tener tres o cuatro anclajes fijos por los que se ha de pasar diariamente. Uno de ellos ha sido la grata obligación de releer todos los días, antes de caer amodorrado en la siesta, el "Diario Íntimo", de César González-Ruano. Quería comprobar que aguantaba una tercera lectura, y ha superado la prueba con creces.
A lo mejor soy yo quien he superado la prueba: soy yo quien lleva inscrito en mi carcasa vital lo que leo en el libro, que, quizás, diga otras cosas a otros lectores. Creo que estoy, sin esfuerzo ya, en la inclinación por la nostalgia. Busco cada vez más en los libros leídos puntos por los que pasé, y me recuerdan el tiempo cuándo los leí, y lo que me rememoraron entonces. Hay una entrada del diario, leída hoy, en la que Ruano dice exactamente eso: que le gusta releer nostálgicamente. Es preocupante signo otoñal el placer que me proporciona.
El libro me rememora una infancia que ahora, creo, fue feliz. Si no lo fue, fueron unos tiempos que me llaman con lazos cada vez más fuertes. Los colores que describe -o yo imagino-, del Madrid pequeño y provinciano de antaño, pero con cierto brillo que el autor ha reflejado como nadie... Una vida sin prisas, cuando se veraneaba en Cuenca o Sigüenza (se tardaba 8 horas en llegar en un viaje en tren abarrotado. Ahora se va poco más que que a cenar).
¿A quién se le ocurre veranear en Cuenca, para levantarse del hotel e ir al café Colón a escribir un artículo luchando con las moscas, deambular, ir al cine, atender a la tertulia, ir a pasear por las hoces del río Segura?
¿Y Sigüenza? Los veraneos del autor en Sigüenza son patéticos, casi angustiosos, cuando llega al kiosko de La Alameda a las 12h a escribir y no ve a nadie, como si se tratara de un poblacho abandonado. No consigue escribir, se desazona, se deprime y se mete en la cama.
Los veranos de Cuenca no son tan tenebrosos, quizás porque allí encuentra amigos con los que hacer tertulia. En el fondo consigue llevarse la rutina de Madrid a Cuenca, cambiar el café Gijón por el Colón, al que se le añaden unas moscas para hacer más veraniego. En Sigüenza es todo un gran desastre, pese a lo cual lo vuelve a intentar un par de veces.
Con todo, el gran escritor que es consigue hacer apasionante el relato de tan triviales desventuras.
Cuando Madrid le estresa, por el trabajo de escribir y el no menos laborioso de ir a cobrar a los distintos periódicos, se va una semana al hotel Felipe II, de El Escorial, donde se encuentra con La Paz suficiente para no hacer nada, que es lo que le gusta.
Y es que escribir es una obligación alimenticia. Dice: hoy he escrito 4 mil pesetas. Como ven en la tarjeta, era un sablista redomado. Siempre andaba a la cuarta pregunta:
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Un intento de sablazo |
Yo me acuerdo vagamente de esos escenarios, de esos colores y olores, con trenes insultantemente lentos -que sin embargo se accidentaban, como hoy. El calor pegajoso era un ingrediente seguro del viaje. Tardar 8 horas a Cuenca desde Madrid es inimaginable, casi heroico. (Décadas después, yo tardaba 12 horas a Málaga, que tampoco está mal). Y ese calor de Madrid aplastante, que te empujaba a huir. Como hoy, Madrid se vaciaba en agosto. Benidorm, ya empezaba a ser el destino favorito que todavía es.
Tras este relato de una rutina, de la que el autor no quiere salir, late la visita de la muerte. No lo dice claramente, es más, presume de enfermo imaginario, pero el lector siente que le ronda. Ha llevado una vida desatada, de señorito trueno, y ahora toca cuidarse, no beber, acostarse pronto para trabajar temprano. Llega un momento que el lector lo sabe, sabe que el autor lo presiente, pero elegantemente no dice nada hasta que se enfrenta a ella.
A veces aclara cuál es su objetivo escribiendo este diario: describir cómo las cosas cotidianas le afectan a él, sin grandes alharacas, con humildad y sentido del humor. No hay tal cosa si uno no se ríe de sí mismo, y Ruano casi siempre lo hace, reírse de sí mismo.
Y través de su fina sensibilidad oculta, se vislumbra también una vida coral de un tiempo pasado, de una España vieja ya, pero de la que queda mucho en pie - porque siempre queda mucho, aunque se quiera negar- lo que siempre es una sorpresa descubrir.
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