Mi fascinación por Ortega y Gasset (OyG) no viene de sus aciertos políticos precisamente, y mucho menos de su pretensión casi ridícula de infabilidad. En realidad, su carrera como observador y movilizador político (fracasado) es un encadenamiento de errores a cual más patético, en el que se transparenta una falta de realismo tan acusado como el deseo frenético de ser el único en posesión de la verdad. Sus bandazos de uno a otro extremo de lo que él que vislumbra como una nueva España, le lleva a caer en brazos de los regionalismos, de los nacionalismos, del obrerismo sindicalista -al que luego intenta segregarlo del socialismo "verdadero"-, y poco después se apunta al golpe militar en cuanto se oyen "ruidos de sables".
Desde 1909, en que empiezan sus primeros vagidos contra la Restauración, hasta 1923 y el golpe de Primo de Rivera (que acoje con poco disimulado entusiasmo), no deja pasar ocasión de vilipendiar con fuertes palabras "lo viejo", "lo muerto", lo "agusanado", del régimen dinástico que instauró Cánovas, al que odia frenéticamente, y apostar por cualquiera de los movimientos "anti" que surgen, sean sindicatos, partidos, o incluso "ruidos de sables". Los cuales, por cierto, no le hacen ningún caso, lo que le lleva a la desmoralización y el retraimiento interior.
Pero hay que reconocer que si su diagnóstico es torpe, seguir su carrera de líder de opinión - cual un "Moacín" que llama a la oració desde su nuevo todopoderoso periodico, El Sol, que Urguoiti ha puesto a sus pies- , es una visión fascinante de una España en profunda desorientación - a la que él, desde luego, no aportaba mucha luz. (Por supuesto, detrás de este malestar y de la desorientación está el final de la Primera Gran Guerra, que había aportado a España suculentas rentas exportadoras como país neutral, truncadas con La Paz.)
Aquí, como muestra de esa España de hace un siglo, tan decadente y tan convulsa como hoy, unos párrafos del libro de Jordi Gracia "Ortega y Gasset". Lo más fascinante de estas voces enterradas - de ahí la transcripción del excelente libro de Jordi Gracia- es la resonancia casi ensordecedora en la España de hoy, pese a ser muy distinta en todos los sentidos... Menos en las bobadas que guiaban a la opinión pública, como ya vimos en el post (que versaba de lo años pre elíseos) del que éste es una continuación:
Desde 1909, en que empiezan sus primeros vagidos contra la Restauración, hasta 1923 y el golpe de Primo de Rivera (que acoje con poco disimulado entusiasmo), no deja pasar ocasión de vilipendiar con fuertes palabras "lo viejo", "lo muerto", lo "agusanado", del régimen dinástico que instauró Cánovas, al que odia frenéticamente, y apostar por cualquiera de los movimientos "anti" que surgen, sean sindicatos, partidos, o incluso "ruidos de sables". Los cuales, por cierto, no le hacen ningún caso, lo que le lleva a la desmoralización y el retraimiento interior.
Pero hay que reconocer que si su diagnóstico es torpe, seguir su carrera de líder de opinión - cual un "Moacín" que llama a la oració desde su nuevo todopoderoso periodico, El Sol, que Urguoiti ha puesto a sus pies- , es una visión fascinante de una España en profunda desorientación - a la que él, desde luego, no aportaba mucha luz. (Por supuesto, detrás de este malestar y de la desorientación está el final de la Primera Gran Guerra, que había aportado a España suculentas rentas exportadoras como país neutral, truncadas con La Paz.)
Aquí, como muestra de esa España de hace un siglo, tan decadente y tan convulsa como hoy, unos párrafos del libro de Jordi Gracia "Ortega y Gasset". Lo más fascinante de estas voces enterradas - de ahí la transcripción del excelente libro de Jordi Gracia- es la resonancia casi ensordecedora en la España de hoy, pese a ser muy distinta en todos los sentidos... Menos en las bobadas que guiaban a la opinión pública, como ya vimos en el post (que versaba de lo años pre elíseos) del que éste es una continuación:
"... Al final del verano de 1919, en septiembre, Ortega escribe a Unamuno desde Zumaya muy desanimado. Se ha sentido «durante todo el año enfermo» y cree que «ha roto las pocas amarras que me sostenían a flor de sociedad», diagnóstico que es difícil compartir, pero que presta de nuevo otra lupa de aumento al interior de Ortega o cuando menos al relato que construye de sí mismo como alguien apartado de la vida pública y social o política.
"Pero Unamuno le cree, y ya por segunda vez insta a Ortega a dejarse «traquetear» o, con palabra más puramente unamuniana, a chapuzarse «en sociedad» en octubre de 1919— , «y más usted que quiere ser el hombre de la calle» (tiene buena memoria Unamuno, porque evoca el primer artículo de Ortega en El Sol, en diciembre de 1917). Lo propio es «aguantar los codazos de la muchedumbre callejera y las salpicaduras de barro de los coches», aunque Unamuno prefiere volver a verlo no en Madrid, sino en alguna «correría por tierras de nuestra vieja España», con esa manía excursionista que tienen todos.
"Y Ortega vuelve a dedicarse a lo que mejor sabe hacer, pedagogía, aclarar las cosas analítica y racionalmente. Frente a la confusión general sobre las ideologías obreras ofrece, en forma editorial, un intento de atraer hacia el socialismo al movimiento obrero sindical, de acuerdo con Urgoiti, y en pleno e incesante reguero de muertos en estos meses, con la abierta lucha entre el anarquismo sindicalista de la CNT y la patronal, entregada al pistolerismo gansteril. Pero esa serie sin firma titulada «Ante el movimiento social», de noviembre de 1919, cuyo objetivo final es prevenir al Estado ante su autodestrucción, se publica a las puertas del final de las complicidades entre la izquierda socialista y no socialista, materializado en diciembre de 1919, cuando el PSOE inicia una etapa de protagonismo más obrero que político, más sindical que ideológico, más Largo Caballero y UGT que Besteiro y Fernando de los Ríos. Y eso dura hasta las elecciones de abril de 1923, en que los socialistas obtienen sus mejores resultados y son diputados Pablo Iglesias y Besteiro, Fernando de los Ríos e Indalecio Prieto.
"Ortega va en el sentido contrario. Todas las huelgas han sido perdidas e inútiles, el «bolchevismo ha perdido rápidamente casi todos sus grados de verosimilitud en Alemania, en Inglaterra, en Francia y en España». Sería necesario que los obreros «se libertasen del torpe fanatismo con que siguen la irreal geometría de Marx. El Manifiesto comunista es una obra genial de captación e ilusionismo: pero nada más». La realidad se ha vengado de ella (III, 341). El gran enemigo de la «socialización evolutiva de la riqueza» siguen siendo, sin embargo, los hombres del pasado y la derecha, aquejados de la «eterna presbicia» (como Cambó). Han inducido la desconfianza hacia el Estado en la masa obrera con un ejercicio del poder despótico, arrojándola a un sindicalismo «antiestatista», antiliberal y antidemocrático, sin nada que ver con el socialismo, que sí es liberal y sí es democrático, y es lo que El Sol ha defendido siempre como conquista gradual «so pena de franca demencia». El Estado mismo, para su propia supervivencia, necesita que en el Parlamento tenga «la fuerza proletaria el peso que de hecho representa en la realidad viva del presente», aunque a estas alturas va a ser tan difícil convencerla de esa buena fe del Estado que habrá que llevarla a las urnas en coche (III, 274).
Ortega rechaza el extremismo obrero, pero también la brutalidad miope tanto de la derecha como del Estado. La «beatería obrerista» sigue a pies juntillas la doctrina de la huelga general, descartada en la izquierda europea como «mito inventado por el grafómano» y gran beato del obrerismo George Sorel. Frente a la «acción directa» anarquista, «un poco más de política» (III, 297), aunque esa acción directa del sindicalismo catalán sea hija de la violencia del Estado y del empresario, demasiado tentado siempre del uso del cierre empresarial («desaforado y extemporáneo» [III, 287]), y eso conduce inexorablemente a la huida de esas masas obreras de lo único que es «garantía de libertad», el Estado democrático.
"Hoy Europa sabe ya que el sueño del Estado soviético pertenece, «con los elefantes y la teocracia, a la fauna asiática» y es enemigo de la tríada que deben defender las izquierdas europeas: socialismo, libertad y democracia; es decir, un socialdemócrata casi de manual (III, 279).
Y como todo lo vivo es susceptible de empeorar, todo empeoró. Ortega empieza ya a no encontrar alicientes para seguir en la brecha, si es verdad lo que dice en febrero de 1920. Todo sigue como en junio de 1917 «pero peor», las instituciones del Estado caben «íntegras en un cuarto de banderas» y se vive con «asco ilimitado»; la chusquedad de un nuevo Gobierno, el de Allendesalazar, es «detectable, condenable, abominable», como una «comedia caricaturesca» dirigida por un hombre cuyo mayor talento está en recitar «las coplas más plebeyas». Y dos días después Ortega le endosa «La copla de rabalera» (III, 313- 317).
"La degradación del país no da respiro y otros dos días después interviene de nuevo para dictar, con lenguaje peligrosamente explícito, «La hora de Hércules» en otro editorial sin firma. «Ha llegado el momento de que avancen al Gobierno los militares, y ya que tienen el ejercicio del poder, tengan de él la responsabilidad». Es la única vía de solución de la «agonía sin grandeza de un cuerpo político», el actual Estado, en el que «todo es ficción, todo es mentira, hipocresía y todo ineficacia mortal» (III, 318- 319).
Empieza ya a ser preferible la suspensión de «la legalidad a verla burlada y escarnecida»; por eso El Sol pide «la constitución de un gobierno militar», para ser gobernados «por quien ilegalmente quiera imponérsele», si España sigue siendo incapaz del «gigantesco movimiento purificador» que lleve a unas Cortes Constituyentes. La desesperada salida de Ortega en febrero de 1920 hoy suena a fantasía, pero es más bien presagio cuando se interroga perplejo: «¿quién sabe?, ¿quién sabe si, a la postre, los militares, poco preparados para construir un cosmos nacional, lograran, en cambio, destruir el tinglado?
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