"How can I know what I think until I read what I write?" – Henry James


There are a few lone voices willing to utter heresy. I am an avid follower of Ilusion Monetaria, a blog by ex-Bank of Spain economist (and monetarist) Miguel Navascues here.
Dr Navascues calls a spade a spade. He exhorts Spain to break free of EMU oppression immediately. (Ambrose Evans-Pritchard)

domingo, 28 de febrero de 2016

Cita a ciegas. un día en la vida de Roma, siglo I

De "El Reino", de Emmanuel Carrere:

"El atractivo de Marcial, y el motivo por el cual le convoco aquí, es que lo cuenta todo, con una predilección por los detalles triviales que desdeñan los autores nobles. Es capaz de hacer literatura, como Georges Perec o Sophie Calle, con sus listas de la compra o su libreta de direcciones. Vive en un apartamento de dos habitaciones en el tercer piso de un edificio de alquiler. Se queja constantemente del ruido que le impide dormir porque los convoyes de mercancías sólo están autorizados a circular por la ciudad de noche, de tal manera que apenas terminado el concierto de carros y de cocheros que se insultan, empieza al alba el de los comerciantes que abren a gritos sus tenduchas. Es soltero, su familia se reduce a dos o tres esclavos, lo cual es el mínimo: si no tienes por lo menos eso, tú mismo eres un esclavo. Él duerme en una cama, sus esclavos sobre esteras en la habitación de al lado. No son esclavos de lujo, comprados caros, pero los quiere mucho, los trata con dulzura, se acuesta amablemente con ellos. Su verdadero lujo es su biblioteca, compuesta de rollos de papiros a la antigua y también de codex, esos legajos de hojas encuadernadas, escritas por las dos caras, que exceptuando el detalle de que el texto no está impreso, sino copiado a mano, son libros en el sentido moderno de la palabra. Este nuevo soporte empezaba a sustituir al antiguo, como actualmente el libro electrónico: se estaba haciendo, todavía no estaba hecho. Así se editaron los grandes clásicos, Homero, Virgilio, pero también éxitos de ventas contemporáneos como las Cartas a Lucilio, y cuando el propio Marcial acceda a este honor con sus últimas recopilaciones de epigramas, se sentirá tan orgulloso como un escritor francés al que publican en vida sus obras en La Pléiade. Marcial es un hombre de letras, vanidoso como todos ellos, pero aparte de esto un holgazán simpático, más interesado por sus placeres que por su carrera, una versión romana del sobrino de Rameau. Su jornada ideal, haga buen o mal tiempo, consiste en callejear por la mañana, vagabundear por las librerías, elegir en el mercado la comida –espárragos, huevos de codorniz, rúcola, tetas de cerda–que ofrecerá por la noche a dos o tres amigos con los que intercambiará chismes despachando una vasija de vino de Falerno: su preferido era el de cosechas tardías. Por la tarde va a los baños. No hay nada mejor que los baños: allí te lavas, sudas, charlas, juegas, echas la siesta, lees, sueñas. Algunos prefieren el teatro o los juegos de circo: Marcial no. Podría pasarse la vida entera en los baños, además es más o menos lo que hace. Pero este placer, estos placeres se pagan con un incordio que es el sino y la pesadilla de la mayoría de los romanos: la visita matutina al patrono.

"Es preciso comprender esto: tanto en el imperio como en toda sociedad preindustrial, el trabajo productivo era la agricultura, y la agricultura, como es sabido, se practica en el campo. ¿Qué hacían entonces los urbanitas? No mucho, justamente. Vivían de ayudas. Los ricos, que poseían las tierras y obtenían de ellas ingresos inmensos, proveían a los pobres de pan y de juegos –panem et circenses, según la fórmula de Juvenal–, para que el hambre y la ociosidad no les inspirasen ideas de rebelión. Dos de cada tres días eran festivos. Los baños eran gratuitos. Por último, como de todos modos hace falta un poco de dinero para vivir, la sociedad urbana se dividía no en empresarios y asalariados, con los primeros retribuyendo el trabajo de los segundos, sino en patronos y clientes, con los primeros manteniendo a los segundos para que no hicieran nada más que expresarles su agradecimiento. Un hombre rico, además de las tierras y los esclavos, tenía una clientela, es decir, un número determinado de individuos menos ricos que él que se presentaban cada mañana en su domicilio para recibir una pequeña suma denominada la «espórtula». La mínima era de seis sestercios, el equivalente de un salario mínimo mensual. Los romanos pobres vivían de esto, y los menos pobres de lo mismo, pero a una escala más elevada: tenían patronos más ricos que a su vez eran clientes de patronos más ricos todavía. Marcial era un poeta conocido, bastante satisfecho con su vida, y no obstante durante los treinta y cinco o cuarenta años de su estancia en Roma tuvo que someterse cada mañana a este ceremonial, y Dios sabe cuánto se lamenta. Madrugar: detesta hacerlo. También aborrece envolverse en una toga: es rígida, pesada, incómoda, además es muy cara en gastos de tintorería, pero tiene que ponérsela para saludar al patrono, del mismo modo que uno se pone corbata para ir a la oficina. Detesta caminar deprisa, porque no tiene medios para pagarse una litera, por calles estrechas, estrechas, mal pavimentadas, embarradas, donde siempre corres el riesgo de que te hagan una jugarreta, como mínimo que te ensucien la toga. Hacer antesala en la casa del patrono, con todo un hatajo de otros parásitos a los que miras con desprecio y recelo. Cuando el patrono por fin se digna aparecer, tan fastidiado como sus clientes, aguardar tu turno para deslizarle unas palabras con el tono adecuado: este tono se llamaba el obsequium, lo que no necesita comentario. Hecho esto, pasar por caja, que regenta una especie de ujier, y sólo entonces, en posesión de la magra espórtula, empezar una jornada de ociosidad más o menos fecunda. Cabría decir que no se paga muy caro el derecho a la pereza, pero lo mismo podría decirse también de los subsidios de desempleo, de los que pocos beneficiarios disfrutan sin reticencias sombrías. Este ritual mañanero era una servidumbre, una humillación, y es una de las razones por las que, al frisar la sesentena, Marcial prefirió volver a su España natal, donde se moría de aburrimiento. Adoraba Roma, pero estaba harto de la espórtula, los embotellamientos, las palabras vanas: consideraba que se le había pasado la edad."

No hay comentarios: