El cristianismo conoce dos paraísos que rivalizan extrañamente. Por un lado, el Edén, nacido de viejas fantasías orientales. Es sensual y abunda en descripciones suculentas: vegetación exuberante, reconciliación con la naturaleza, los humanos están desnudos, no trabajan. Por otro, el paraíso celeste de la doctrina pura, regido por el anacronismo paralizador de la imaginación y generador de tedio eterno.
En Europa el miedo al infierno siempre fue más fuerte que el deseo de tales recompensas. Así, el catecismo se vence a sí mismo con sus propias armas, y la religión engendra la neurosis. A mí, antes, incluso me escandalizaba el Edén.
De niño me pareció que un paraíso no merecía ese nombre si contenía carteles del tipo «no escupir en el suelo», «los perros deben llevarse con correa» o «prohibido comer manzanas». Hoy pienso distinto al respecto. Porque la prohibición regalaba a los habitantes del Edén la libertad y el tiempo: el tiempo de antes y el tiempo de después. La manzana era el máximo placer que ofrecía el jardín. Abría la trampilla, la salida de emergencia, prometía eros e inteligencia. Sin el fruto prohibido aquel lugar habría sido una cárcel. De un paraíso se debe exigir que uno pueda abandonarlo cuando se ha hartado de él. Eso también es válido para los paraísos políticos de la índole de aquellos que auguraba el comunismo.
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