Venezuela’s crisis is not the result of bad luck. On the contrary, good luck provided the rope with which the country ended up hanging itself. Instead, the crisis is the inevitable consequence of government policies.
In Venezuela’s case, these policies included expropriations, price and exchange controls, over-borrowing in good times, anti-business regulations, border closures, and more. Just consider this small absurdity: President Nicolás Maduro has refused, on several occasions, to authorize printing larger-denomination banknotes. The largest bill currently is worth less than $0.10. This has caused havoc in the payment system and in the functioning of banks and ATMs – a source of untold nuisances to the public.
So the relevant question is: why would a government adopt harmful policies, and why would society go along? The chaos into which Venezuela has fallen may seem to be beyond belief. In fact, it is a product of belief.
Whether policies sound crazy or sensible depends on the conceptual paradigm, or belief system, that we use to interpret the nature of the world we inhabit. What looks crazy under one paradigm may seem like plain common sense under another.
From February 1692 to May 1693, for example, the normally sensible people of Massachusetts accused women of practicing witchcraft and hanged them. If you don’t believe in witchcraft, this behavior seems incomprehensible. But if you believe that the Devil exists and takes over women’s souls, then hanging, burning, or stoning their bodies looks like sensible public policy.
The paradigm of Venezuela’s chavismo blamed inflation and recession on devious business behavior that had to be controlled through more regulation, more expropriations, and more managers in jail. The destruction of people and organizations was perceived as a step in the right direction. By getting rid of those witches, the country would be healed.
Societies’ conceptual paradigms for understanding the nature of the world they inhabit cannot be anchored only in scientific fact, because science can at best establish the truth of individual beliefs; it cannot devise an overarching belief system or assign moral value to outcomes.
Politics is about the representation and evolution of alternative belief systems. Harvard’s Rafael Di Tella has shown that the fundamental determinant of public policy choices is the public’s beliefs. In countries where people regard the poor as unlucky, they want redistribution; where they regard them as lazy, they don’t. Where people believe that businesses are corrupt, they want more regulation; and, with enough regulation, the only successful businesses are corrupt. So beliefs may even be self-perpetuating.
As Epley and Gilovich explain in their introductory essay,"This idea is captured in the common saying, “People believe what they want to believe.” But people don’t simply believe what they want to believe. The psychological mechanisms that produce motivated beliefs are much more complicated than that. ... People generally reason their way to conclusions they favor, with their preferences influencing the way evidence is gathered, arguments are processed, and memories of past experience are recalled. Each of these processes can be affected in subtle ways by people’s motivations, leading to biased beliefs that feel objective ...
DE GAULLE Y LA ACTUALIDAD ESPAÑOLA'ABC' - 2016-08-15Será difícil que alguno de estos presuntos líderes recuerde un acontecimiento de hace setenta años, fundamental en la historia de la Europa de posguerra. A comienzos de 1946, el general De Gaulle renunciaba a la presidencia del gobierno provisional de la República francesa. Poco después, en el famoso discurso de Bayeux, definió mejor los motivos de su marcha y esbozó un proyecto de salvación nacional: Francia no podría restaurarse sobre las cenizas de la III República. Un presidente, situado por encima de las contingencias políticas, resguardado de las presiones paralizantes de quienes se consideraban a sí mismos representantes de una parte de la sociedad, defensor de la independencia nacional y de la continuidad fundamental de Francia, había de disponer de un poder ejecutivo votado directamente por los electores.He estado leyendo en estos días de calma sin paz y de bloqueo sin reposo las memorias de Charles De Gaulle. Su calidad literaria y su profundidad son impensables en quienes se atribuyen la representación de una nación como la nuestra , en los que para dolor diario de los ciudadanos, se empeñan en hablar en nuestro nombre. Como siempre que leo estas páginas conmovedoras, me ha sobrecogido el vigor abnegado y la elegancia clásica de un hombre tan arraigado en el destino histórico de su patria. Un hombre para todas las estaciones, que advertía a los franceses del peligro de caer en lo que la República no podía permitirse: la mediocridad, la flaqueza moral, la bajeza cívica. Y lo justificaba desde el principio: «Durante toda mi vida, me he hecho una cierta idea de Francia. En ello me ha inspirado el sentimiento, pero también la razón. Francia solo puede ser ella misma situándose en el alto nivel que le corresponde; que solo grandes empresas pueden compensar los fermentos de dispersión que el pueblo lleva consigo; que nuestro país, tal como es entre los otros, debe –a riesgo de un peligro mortal– mantener una alta visión de las cosas y permanecer siempre erguido. Para decirlo con brevedad: según creo, Francia no puede existir más que en la grandeza».Esa memorable «grandeur» no puede identificarse, como tantas veces se ha hecho, con la posición de Francia en el mundo. Era eso, claro está. Pero era, sobre todo, el deber de los líderes de la nación de encarnar la unidad, la voluntad y los derechos fundamentales de toda la sociedad . Que la República dejara de enfangarse en la querella de intereses legítimos, pero nunca generales, para entregarse a una autoridad que velara por los principios y la vigencia de la nación a la que no debía someterse continuamente al azar. Ya que no disponemos en España de las condiciones institucionales que llegaron a plasmar esta generosa ambición, rindamos homenaje a un hombre con tan profundo valor de contraste en estos tiempos mezquinos. Ese patriota que viene a recordarnos, en las tardes desapacibles de este verano de nuestro descontento, lo que nos puede costar a todos los ciudadanos no disponer de líderes con la suficiente talla y el necesario sentido histórico para hacerse una cierta idea de España.