Tampoco dejaron sin tocar lo que hasta para santo Tomás era un derecho natural: el derecho de propiedad. Para santo Tomás, en efecto, era un derecho incluido entre el derecho de gentes; y éste, como pertenecía al derecho natural, la propiedad era un derecho natural anterior al derecho positivo. Los PP. Suárez y Molina tergiversaron todo esto para desgajar el ius gentiles del derecho natural e incluirlo en el derecho positivo, lo que aparejaba que la propiedad pasaba a ser un mero derecho positivo convencional, susceptible de ser alterado cuando se creyera oportuno... los conflictos teóricos a los que se enfrentaron fueron resueltos por el expediente de afirmar que la posesión comunal es lo natural (Ley de la naturaleza), pero es un orden negativo que sirve para recordarnos que “toda propiedad debe mantenerse en común por la fuerza de esta ley, si no ha ocurrido que lo hombres hayan decidido introducir un sistema diferente” (Suárez, citado por Skinner, Pág. 160). Como dice de nuevo Skinner, un poco más adelante, la separación del derecho de las naciones de la ley natural y su inclusión en el derecho positivo llevó a la teoría del padre Vitoria, que tanta fama le dio como creador del derecho internacional, “lo que, probablemente, él mismo hubiera negado (Skinner)”; Su argumento, simple por lo demás, es que si hay un derecho positivo dentro de cada nación (intra-se), podría haber un derecho positivo creado por los poderes de todas las naciones que regulara las relaciones entre ellas (Inter-se).
Una vez tocado el derecho de propiedad, ¿Por qué no definir el estado perfecto del hombre?
Ese estado, como si de sentar precedentes se tratara, es el estado del hombre “libre, igual e independiente”. Es el estado después de la caída de Adán, y el lector habrá reconocido el “Buen salvaje” de Rousseau en estado prístino, aunque dos siglos antes de que llegara el mayor debelador conocido de la sociedad estable. “Antes de que los hombres se congregan en repúblicas, nadie era superior a los demás” - enuncia el padre Vitoria, lo cual es una invitación a la revolución contra las leyes, una bomba de relojería que siempre ha estado ahí, en Europa, y que de vez en cuando ha estallado con profusión de muertos y lamentaciones, ya sea en la Revolución Francesa, ya sea en la marxista... o ya sea en la próxima que nos toque vivir. Porque el mito del buen salvaje, o de la edad de oro del hombre “antes de los tiempos”, en los que “Lo tuyo y lo mío” no existía” – como dice Don Quijote a los pobres cabreros - es un mito dormido en la sociedad, que cuando despierta arrasa con todas la leyes y fundamentos sociales. (Obsérvese el escaso predicamento de este mito en la sociedad protestante americana.)
“El status naturae” – dice el Padre Molina – no incluye ningún derecho de dominio”... Y añade Suárez:” Como todos los hombres nacen libres por la naturaleza de las cosas, nadie tiene jurisdicción política sobre los otros, ni nadie tiene dominio sobre ningún otro”; otra invitación a romper las “cadenas” que según Rousseau, atenazan al hombre en sociedad, mediante un contrato social”, o directamente por vía de la acracia, que luego tuvo tanto auge en el país origen de este armamento ideológico...
Para volver a la cruda realidad, los neotomistas tuvieron que recurrir al pesimismo agustiniano, y considerar que el hombre es una criatura caída desde el pecado original, que es lo que explica que si éramos libres e iguales en el estado natural, no éramos exactamente buenos unos con otros, lo que llevó a la necesidad de asociarse y dotarse de leyes políticas (lo que no deja de ser una contradicción flagrante con el paso inicial). De aquí estos autores pasan a la necesidad de un consensus para que se posible formar una comunidad política, lo que ha confundido a muchos llevándoles a pensar que esto era una muestra de democracia: como dice Skinner, no establecen como condición de legitimidad de un poder e consenso de los gobernados, sino si “la creación del gobierno es congruente con la ley de la naturaleza”. El consensus, para ellos, no es una norma, es un acto explicativo del nacimiento de una, la primera, comunidad. Muchos de ellos, además, dicen explícitamente que la conformidad de los gobernados no debe buscarse para justificar el ejercicio del poder. En otras palabras, un reino hereditario deriva su legitimidad del primer monarca, al que los buenos salvajes concedieron el poder, y no es necesario renovar esa confianza si el primer poseedor al adquirió legítimamente (hay que decir que Suárez se desmarca de esta posición. Véase Skinner y las fuentes citadas por él para más detalle).
El tridentismo, creado y extendido por los españoles más brillantes de entonces, lanzados al centro del Concilio con la misión de cerrar las filas vaticanas e imperiales y taponar las brechas por las que pudiese colarse cualquier aire de libertad, determinó el tono político de la Europa continental hasta el siglo XVIII, en un camino intrincado muy alejado del rectilíneo avance hacia la libertad de los países que habían abrazado la causa protestante (aunque no sin sus episodios vergonzosos). Cierto es que a veces se alinearon con los débiles, como la defensa que hicieron del indio nativo conquistado por los españoles. Pero esto no debe llevar a confundir el objetivo final: el mantenimiento – y reforzamiento ideológico – del poder terrenal de la Iglesia, justificado por la necesidad de intervenir cuando el príncipe no fuera suficientemente “devoto” al Vaticano.
Un buen ejemplo de la diferencia de mentalidad que se estaba iniciando en esos momentos decisivos la ofrece el análisis comparativo entre El espíritu ignaciano, base de la compañía de Jesús, y el protestantismo calvinista, un análisis elaborado muy sutilmente por Max Weber56. Se ha pretendido reducir esta diferencia hasta decir falsamente que en el fondo, san Ignacio y Calvino ofrecen la misma vía de auto-expiación y disciplina, lo cual llevó a dos ejércitos contrato social”, o directamente por vía de la acracia, que luego tuvo tanto auge en el país origen de este armamento ideológico...
Para volver a la cruda realidad, los neotomistas tuvieron que recurrir al pesimismo agustiniano, y considerar que el hombre es una criatura caída desde el pecado original, que es lo que explica que si éramos libres e iguales en el estado natural, no éramos exactamente buenos unos con otros, lo que llevó a la necesidad de asociarse y dotarse de leyes políticas (lo que no deja de ser una contradicción flagrante con el paso inicial). De aquí estos autores pasan a la necesidad de un consensus para que se posible formar una comunidad política, lo que ha confundido a muchos llevándoles a pensar que esto era una muestra de democracia: como dice Skinner, no establecen como condición de legitimidad de un poder e consenso de los gobernados, sino si “la creación del gobierno es congruente con la ley de la naturaleza”. El consensus, para ellos, no es una norma, es un acto explicativo del nacimiento de una, la primera, comunidad. Muchos de ellos, además, dicen explícitamente que la conformidad de los gobernados no debe buscarse para justificar el ejercicio del poder. En otras palabras, un reino hereditario deriva su legitimidad del primer monarca, al que los buenos salvajes concedieron el poder, y no es necesario renovar esa confianza si el primer poseedor al adquirió legítimamente (hay que decir que Suárez se desmarca de esta posición. Véase Skinner y las fuentes citadas por él para más detalle).
El tridentismo, creado y extendido por los españoles más brillantes de entonces, lanzados al centro del Concilio con la misión de cerrar las filas vaticanas e imperiales y taponar las brechas por las que pudiese colarse cualquier aire de libertad, determinó el tono político de la Europa continental hasta el siglo XVIII, en un camino intrincado muy alejado del rectilíneo avance hacia la libertad de los países que habían abrazado la causa protestante (aunque no sin sus episodios vergonzosos). Cierto es que a veces se alinearon con los débiles, como la defensa que hicieron del indio nativo conquistado por los españoles. Pero esto no debe llevar a confundir el objetivo final: el mantenimiento – y reforzamiento ideológico – del poder terrenal de la Iglesia, justificado por la necesidad de intervenir cuando el príncipe no fuera suficientemente “devoto” al Vaticano.
Un buen ejemplo de la diferencia de mentalidad que se estaba iniciando en esos momentos decisivos la ofrece el análisis comparativo entre El espíritu ignaciano, base de la compañía de Jesús, y el protestantismo calvinista, un análisis elaborado muy sutilmente por Max Weber56. Se ha pretendido reducir esta diferencia hasta decir falsamente que en el fondo, san Ignacio y Calvino ofrecen la misma vía de auto-expiación y disciplina, lo cual llevó a dos ejércitos
contrato social”, o directamente por vía de la acracia, que luego tuvo tanto auge en el país origen de este armamento ideológico...
Para volver a la cruda realidad, los neotomistas tuvieron que recurrir al pesimismo agustiniano, y considerar que el hombre es una criatura caída desde el pecado original, que es lo que explica que si éramos libres e iguales en el estado natural, no éramos exactamente buenos unos con otros, lo que llevó a la necesidad de asociarse y dotarse de leyes políticas (lo que no deja de ser una contradicción flagrante con el paso inicial). De aquí estos autores pasan a la necesidad de un consensus para que se posible formar una comunidad política, lo que ha confundido a muchos llevándoles a pensar que esto era una muestra de democracia: como dice Skinner, no establecen como condición de legitimidad de un poder e consenso de los gobernados, sino si “la creación del gobierno es congruente con la ley de la naturaleza”. El consensus, para ellos, no es una norma, es un acto explicativo del nacimiento de una, la primera, comunidad. Muchos de ellos, además, dicen explícitamente que la conformidad de los gobernados no debe buscarse para justificar el ejercicio del poder. En otras palabras, un reino hereditario deriva su legitimidad del primer monarca, al que los buenos salvajes concedieron el poder, y no es necesario renovar esa confianza si el primer poseedor al adquirió legítimamente (hay que decir que Suárez se desmarca de esta posición. Véase Skinner y las fuentes citadas por él para más detalle).
El tridentismo, creado y extendido por los españoles más brillantes de entonces, lanzados al centro del Concilio con la misión de cerrar las filas vaticanas e imperiales y taponar las brechas por las que pudiese colarse cualquier aire de libertad, determinó el tono político de la Europa continental hasta el siglo XVIII, en un camino intrincado muy alejado del rectilíneo avance hacia la libertad de los países que habían abrazado la causa protestante (aunque no sin sus episodios vergonzosos). Cierto es que a veces se alinearon con los débiles, como la defensa que hicieron del indio nativo conquistado por los españoles. Pero esto no debe llevar a confundir el objetivo final: el mantenimiento – y reforzamiento ideológico – del poder terrenal de la Iglesia, justificado por la necesidad de intervenir cuando el príncipe no fuera suficientemente “devoto” al Vaticano.
Un buen ejemplo de la diferencia de mentalidad que se estaba iniciando en esos momentos decisivos la ofrece el análisis comparativo entre El espíritu ignaciano, base de la compañía de Jesús, y el protestantismo calvinista, un análisis elaborado muy sutilmente por Max Weber56. Se ha pretendido reducir esta diferencia hasta decir falsamente que en el fondo, san Ignacio y Calvino ofrecen la misma vía de auto-expiación y disciplina, lo cual llevó a dos ejércitos proselitistas enfrentados en la conquista del espíritu de Europa. Nada más engañoso que reducir diferencias ideológicas entre dos bandos que combaten fieramente por aniquilarse mutuamente (Es como decir que el Islamismo, el judaísmo y el cristianismo son “las tres religiones del Libro”, lo cual lleva a su vez a la falsa historia de su armoniosa convivencia durante la reconquista). San Ignacio construye un método de vaciado interior, un desierto de sentimientos ascético, que debe llevar al individuo a la disciplina externa jerarquizada, de tal manera que todo el que tenga mando sobre un inferior deba, a su vez obediencia ciega hacia un superior. Se trata de crear soldados de Cristo, cuyo máximo jefe en la tierra es el Papa. El tercer grado de obediencia –la obediencia basada, no en que el superior tiene razón, sino en la asunción como íntimamente propia del fin y argumentos de aquel- es un producto bien explícito de esa lucha propagandística-defensiva del lado católico. Por el contrario, el camino de la disciplina calvinista es autónomo del individuo, pues está condicionada por la premisa de la comunicación directa con Dios.
El tridentismo logró mantener ese poder de la Iglesia; a cambio, ésta bendijo al monarquismo absoluto al que se había atado, pues dependía de sus armas para defenderse regularmente contra el turco y la arrogancia de algún príncipe. El tridentismo abortó cualquier vía de escape a las dudas sobre esa intrincada teología que se tomaba a “todo o nada”, sin resquicio para la sensibilidad personal. Quizás – como apuntan algunos – de no haber caído en manos del dogmatismo más cerril, la rebelión europea contra estos valores no hubiera sido tan violenta e ineficaz como fue la Revolución Francesa; quizás los odio acumulados no hubieran sido tan intensos ni tan fácilmente explotados por los ilustrados franceses... Pero eso se queda en el limbo de la historia conjetural, muy lejos de nuestra línea principal. Obsérvese otra consecuencia de la oposición de ambas actitudes: para los luteranos, la conclusión es que la iglesia, como congregación, no debía aspirar a ningún poder temporal, asunto que quedaba relegado a una cuestión laica, siempre que el gobernante respetara la religión cristiana y la libertad de conciencia. La Iglesia insistió en defender sus territorios y sus prerrogativas terrenales, sus propiedades y rentas (era la más grande propietaria de tierras) y su gran influencia, negociando constantemente con los reyes el margen de éstas. Al dejar en manos laicas los asuntos políticos, los protestantes aceleraron la formación de las nuevas naciones, formadas, tras el fragor de la batalla religiosa, en torno a las casas reales que habían sobrevivido. La paz de Westfalia de 1648 vino a consagrar este estado de cosas. Si el título de “Emperador de Romanos” había sido siempre sin mucho contenido y poco respetado, enormemente dispendioso de mantener para el “agraciado” – Por eso Carlos V le evitó tal peso a su hijo – a partir de entonces se convirtió en un título meramente honorífico.
sto no sólo fue consecuencia de los hechos, sino también de la liberación, antes comentada, que supuso el protestantismo respecto a la obsesión por la Unidad Sagrada. Esa unidad que persiguió toda su vida Carlos V, en su perspectiva medieval de una Europa unida en la fe y en la política, y por cuyo fracaso dejó su corona y se retiró a Yuste. La modernidad, junto con la diversidad, en un nuevo horizonte religioso y político, se habían presentado sin que unos y otros se apercibieran del giro histórico.
Un nuevo concepto de poder se vislumbraba; un poder que respetara y protegiera las creencias de cada uno, y que por ello se mantuviera al margen de cuestiones dogmáticas. El giro que se avecinaba era gigantesco, y empezó a tomar cuerpo plenamente en los Estados Unidos de América. Ahora bien, si el nuevo poder iba a respetar las ideas religiosas, con más razón lo iba a hacer respecto a las acciones terrenales, a las que poco a poco se les aplicó la teoría, original de Melanchton, de la adiáfora, según la cual había multitud de cuestiones que, sencillamente, eran indiferentes a Dios57. Eran cuestiones personales, que si no rebasaban el margen de la ley pactada, debían llevarse a cabo libremente. Parece mentira que una cosa tan caída por su propio peso hubiera que luchar a muerte para imponerla. Eso da una idea de la lentitud de la acción civilizadora. El éxito de una empresa era, además, como explicó Max Weber, signo de predestinación. La protección de la propiedad en Inglaterra, gracias al recorte que el parlamentarismo había logrado respecto a la monarquía, y la naturalidad con que desde el principio se aplicó la nueva concepción en el nuevo mundo, llevó a sentar las bases de unas nuevas relaciones económicas que Adam Smith fue el primero en codificar como leyes de comportamiento económico. Pero entiéndase bien que primero fue el cambio de conciencia, luego el cambio de relaciones políticas, y finalmente el cambio económico. La democracia liberal y la prosperidad están tan estrechamente unidas en sus orígenes que intentar hablar de una sin la otra es fraudulento.