España está en un riesgo cierto, y creciente, de desaparecer como unidad política. Es un riesgo cierto porque hay muchas evidencias de ello, y es creciente porque veo que se desmoronan los últimos focos de resistencia habidas hasta ahora.Como dice Vidal Cuadras, en un excelente artículo en el Vozpopuli de ayer,
“Hay cosas tan desagradables de asimilar que la gente automáticamente da por hecho que eso no puede pasar”. Es una reacción tan natural como inepta: da lugar a amargos despertares. En la inminencia de la I guerra mundial se pensaba, y se creía, que iba a ser una cosa tan horrorosa para todos, incluso vencedores, que no podría pasar. Sucedió y, efectivamente, fue mucho peor de lo imaginado. El armisticio y La Paz de Paris fue el origen de la II Guerra Mundial.
Las elecciones en España de la semana pasada serán una elecciones recordadas sombríamente. El resultado muestra el exceso de confianza de un pueblo que ha dejado todo el poder efectivo en manos de sus enemigos más peligrosos. Sólo una semana más tarde, antes de que se forme gobierno, nuestros peores enemigos ya están haciendo proyectos, sin ocultarse, para acabar con el sistema político y la Nación. En todo caso van a encender una mecha que podría llevarnos a una situación sin retorno, cosa que bien lo saben ellos, y lo desean.
España lleva ya más de un siglo sumisa a una ideología que, increíblemente, ha sobrevivido hasta hoy, pese a que no tiene ninguna base real. Esa ideología se nutre da la Leyenda Negra contra España que tejieron sus enemigos cuando era el mayor Imperio del mundo. Su desarrollo fue tan normal como cuando ha existido un Imperio odiado por los pueblos sometidos, es un arma política perfectamente lógica.
Lo que no es lógico es que con el paso del tiempo, el Imperio desapareciera, y la Leyenda se consolidara ¡por su absorción y difusión por los propios nativos del pasado Imperio! España ha tenido periodos de melancolía sobre sí misma que le ha hecho mucho daño, por inhabilitarla para la acción positiva y renovadora.
En el siglo XX, con un régimen homologable a cualquiera de Europa (monarquía parlamentaria, elecciones, libertad de prensa...), España se enredó en un periodo de negatividad, en parte muy difundido por su mejor generación literaria, la generación del 98 (llamada “de plata”). Estos escritores se leyeron y vendieron muy bien en España y en el extranjero; por otra parte, ese espíritu no dejaba de estar correlacionado con las demás culturas cercanas, en unos momentos de gran desconcierto. Culturas post románticas, despertadas con resaca del entusiasmo del romanticismo, y caídas en la desorientación por las sucesivas crisis, especialmente la de entreguerras de 1919 a 1940.
En todo caso, España se impregnó de esa cultura teñida intensamente de ese pesimismo con raíces en la Leyenda Negra. Su contraseña más conocida era “echar las siete llaves al sepulcro del Cid” (Joaquín Costa). Es decir, renunciemos a nuestra épica, nuestra historia, y empecemos de cero. Este comenzar de cero casaba muy bien con las nuevas ideologías republicanas y socialistas (por no hablar de los anarquistas), que soñaban con romper definitivamente con el pasado y “demoler” todo antes de edificar una nueva sociedad.
Cuando la I gran guerra, España se declaró neutral y eso le benefició económicamente. Pero el fin de la guerra en 1918 no fue, ciertamente, una circunstancia positiva del todo, agravada además porque España fue orillada en todas las negociaciones y tratados de paz, pese a su papel de intermediario neutral oferente de elogiados servicios sanitarios y de refugiados. España y los países europeos entraron en una fase de desorientación. Un poco antes, en España 1917, habían empezado a verse conflictos graves que pusieron en vilo la existencia del estado. Ya anteriormente, los conflictos coloniales y sucesivas derrotas en Marruecos dieron alas a nuevos grupos de interés con gran fuerza combativa, como el anarquismo y el socialismo, cuya acción contra la totalidad del régimen, sin un recambio preciso que no fuera la dictadura de proletariado o la anarquía, iba a ser reiterada y persistente. A ello se unió un nuevo nacionalismo, asociado por naturaleza destructiva a las fuerzas de izquierda. Los tumultos reiterados tuvieron un amplio eco en el continente por las redes correligionarias ya vigentes. Ese eco fue favorable a las fuerzas de la izquierda.
Eso fue lo que más tarde, en la República y guerra civil, iba a encarnar lo esencial del espíritu antiespañol. Espíritu que ha pervivido hasta ahora, y que esencialmente es la negación de cualquier virtud a la historia de España: es decir, la Leyenda negra en su esencia.
Lo malo es que enfrente no había una fuerza coherente que defendiera los elementos más destacados del régimen político, como hemos dicho homologable al resto de Europa. La oposición radical, cuando logró representación parlamentaria, actuó con la intención, declarada en alta voz, que su objetivo era acabar con la monarquía y el régimen “burgués”. Eso fue una característica de España: el radicalismo político de los partidos de izquierdas, nunca bien avenidos con la socialdemocracia progresista europea, más inclinados a la dictadura del proletariado leninista.
Tras varios forcejeos, una dictadura y una malhadada República, lo consiguieron por un breve periodo antes de la Guerra Civil...
Volvamos al presente. Nos encontramos con una situación que se encadena, de una manera sutil, con lo que acabo de resumir sobre el “pesimismo contra España”.
Hoy, después de las elecciones del 23 de julio, estamos ante una confabulación apenas disimulada de los que hoy encarnan ese odio a la esencia española, la cual ha demostrado ser perfectamente compatible con la más exigente democracia. Pero los nacionalismos no quieren esto. Su odio a España les lleva a querer destruir lo que nos une, sin importarles lo que pase después, pues ellos ya “se habrán ido”. A esta fuerza, en principio minoritaria, sería perfectamente controlable por la gran mayoría. Lo que pasa es que esa mayoría está fragmentada por la mitad, una de las cuales se encuentra muy a gusto compartiendo destino con el separatismo y hacer su tabula rasa. Esa mitad, que es el PSOE, el partido hegemónico de la Transición, se ha inclinado desde hace un par de décadas al plan destructor de los separatistas, pero haciendo el hincapié en su radicalismo socialista y su desdoro por la monarquía democrática parlamentaria. Incluso han querido cambiar la historia para apropiarse de la evolución política, entroncándola con la II República que ellos dominaron y demolieron con fruición. Es que era una República “burguesa”, aunque, irónicamente, ellos mismos la habían levantado.
Hoy, como antaño, está presente ese espíritu de demolición a cero, por ser un estorbo la democracia de hoy para instalar una República, con derecho de autodeterminación, en realidad una España troceada en varios estados nacionales en un viaje sin retorno hacia lo desconocido. Todos los movimientos que se han hecho hacia ese precipicio no han sido del todo enfrentados y anulados por los sucesivos gobiernos. Al revés, se han alentado y se les ha facilitado el camino. Ahora mismo se asiste a un mercadeo bochornoso entre independentismos y terroristas por un lado, y un partido que se supone es de estado, cuando es el que más ha hecho para acabar con el estado nacional desde que su ramal catalán se hizo campeón de los separatistas. El resultado electoral propicia este dislate: una situación de impasse cuya resolución está en manos de un par de grupos anti españoles, muy minoritarios, pero decisivos.
Esta estrambótica situación pone en peligro la democracia del 78 y al mismo Jefe del Estado, el rey Felipe VI, primera pieza a caer en el proceso de ruptura de España.
Llegado aquí, cedo la palabra al elocuente y melancólico artículo de Fernando Savater, ayer en El País. Mejor no se puede decir.
“Estamos ante una grave crisis política, en la que lo que ha caducado, QUIEN HA PERDIDO, no está dispuesto a hacerse a un lado y lo nuevo, QUIEN HA GANADO, carece del empuje necesario para abrirse paso. El bloqueo está servido, para más escarnio, en plena presidencia española de la Unión Europea. Y lo más escandaloso es que asistimos a una obscena búsqueda de votos, a cualquier precio, por parte del perdedor de las elecciones para evitar su propio funeral.
Esta extraña circunstancia pone a prueba el reinado de Felipe VI. Ha llegado el momento de la verdad. Tendrá que demostrar su capacidad de arbitraje, con el riesgo, haga lo que haga, de que media España sufra una fuerte decepción y se vuelva contra la Corona. La gran pregunta que muchos nos hacemos en estos momentos críticos es:
¿Puede encargar la formación de Gobierno a un político que ha perdido las elecciones y que se presenta en La Zarzuela con el aval de un fugado de la Justicia, que dio un golpe contra el orden constitucional, y con el voto de una serie de formaciones cuya razón de ser consiste estrictamente en acabar con la UNIDAD DE ESPAÑA y cargarse la Constitución, empezando por la Monarquía?
La prudencia del Rey no consiste, pues, en conformarse con cumplir un engorroso trámite, haciéndose fotos en palacio a la puerta de su despacho con cada uno de los representantes de los partidos. El arbitraje exige actuar con tacto, pero con determinación, pensando en el bien de la nación… y lo que está claro es que el “bien de la Nación” no es entregar el PODER a quien lo quiere para destruir esa Nación. ¡Majestad, hay que salvar la UNIDAD de España, tiene que mojarse!.”
Bibliografía.
Julián Juderías, “La Leyenda Negra”
Jose María Marco, “La Libertad traicionada”
Ibidem, “Azaña, el mito sin máscaras”
Stanley Payne, “En defensa de España”
Ibidem, “El camino hacia el 18 de julio”
Ibidem, Alcalá Zamora, “El fracaso de la República conservadora”
Pío Moa, “Los orígenes de la guerra civil”
Ibidem, los personajes de la República vistos por sí mismos”